Hace unas semanas estuve en Cáceres. Hacía años desde mi última visita a la ciudad y volvía a ella con ganas de estar de nuevo en su casco histórico y recorrerlo sin prisa. Llegué un jueves por la noche y a primera hora de la mañana siguiente, viernes y día laborable, salí del hotel con la intención de dar un paseo tranquilo por las calles de ese casco histórico y lo cierto es que apenas me crucé con dos o tres personas que, supongo, iban camino de sus trabajos.
Me encantan estos lugares repletos de Historia. Cuando paseo por ellos me resulta inevitable imaginar la cantidad de vidas y de historias que se encierran en esas calles, en esos edificios, en esos palacios. Todo me llama la atención, cualquier mínimo detalle. Me viene a la mente todo lo que alguna vez he leído sobre el lugar y me recreo imaginando todo lo que ha podido ocurrir a lo largo de los siglos por donde paseo. Y paseando por el casco viejo de Cáceres recordé mi ciudad natal, Salamanca.
Yo nací en Salamanca y viví en esta ciudad hasta los veinticinco años. Tuve la suerte de estudiar en una facultad, la facultad de Ciencias Físicas, que estaba en la parte antigua de la ciudad, en su casco histórico. Digo suerte porque a diario transitaba por la calle Libreros, donde se encuentra la famosa fachada de la Universidad de Salamanca y toda la zona aledaña a las catedrales, la zona antigua. Lugares llenos de Historia. Edificios y calles llenas de historias.
La facultad de Físicas, donde tenía mis clases a diario, estaba construida en el mismo lugar donde se levantó el Colegio Trilingüe, o de Mínimos, en 1511, uno de los colegios menores de la Universidad donde entonces se estudiaba latín, griego, hebreo, gramática y retórica. Aunque el paso del tiempo acabó con la mayor parte del edificio, algo del patio original de aquel colegio aún se conserva en la facultad, y en ese patio pasaba yo los cambios de clase en mi época de universitaria.
Pues paseando por Cáceres recordé mi ciudad natal. Pensaba que cuando uno vive en un lugar lleno de historia es fácil olvidar toda esa historia que te rodea. Caminas entre edificios que llenan de asombro a quienes los miran por primera vez. Amigos de otros lugares llegan a tu ciudad y miran con ojos curiosos todo lo que a ti te rodea, pero tú lo has visto ya tantas veces que parece que no te causa admiración. Supongo que esto les ocurre a tantas personas que viven rodeadas de lugares llenos de historia, o de belleza. Todo pasa a ser normal cuando lo has visto cientos de veces.
Como en tantos otros órdenes de la vida, llega un momento en que es necesario poner distancia y tener perspectiva para volver a verlo todo con ojos renovados, con ojos ajenos, como si fuera la primera vez que uno lo ve. Volver a llenar los ojos de asombro ante lo que uno se encuentra.
Quizá por eso hace ya un tiempo, varios años, cada vez que vuelvo a mi ciudad natal la recorro como si fuera una turista o una viajera que la visita por primera vez. Camino por las calles por las que he caminado miles de veces como si nunca hubiera estado allí, deleitándome con lo que me rodea al igual que hago en los lugares en los que me encuentro por primera vez.
Y es que ese tomar distancia es necesario para aprender a mirar. Aprender a mirar para poder ver. Incluir una perspectiva que antes no teníamos y que nos permite volver a disfrutar de las cosas como si las viéramos por vez primera, como si fuera todo nuevo. Volver con una mirada nueva a esos lugares ya conocidos y quizá incluso descubrir algo que nunca antes habíamos visto por no haber sabido mirar.