El otro día en la presentación de un libro dijeron que está muy de moda utilizar citas para todo. Es verdad que los escritores se apoyan cada vez más en ellas para reforzar lo que quieren transmitir. A algunas personas les parece de lo más pedante eso de que en cada página haya una para subrayar, pero a mí no me disgustan. Al contrario, también las empleo. Creo que tomar prestadas la reflexiones de otros sólo puede aportar.
Así ando estas semanas, buscando una frase que me ayude a describir la quemazón que siento por dentro. Pero me está costando dar con ella, de modo que tendré que ser yo quien le ponga palabras.
Tal vez me baste con expresar en voz alta que la ansiedad es un monstruo que te devora a mordiscos. Te oprime el pecho, te acelera el pulso y te roba el aliento. Las lágrimas son una vía de escape.
Tal vez me baste con reconocer que la angustia y los síntomas mentales pueden ser peores que los físicos. Comprenderlo y asumirlo es un proceso bastante complicado, para que nos vamos a engañar.
Durante un periodo de mi vida, trabajando en la radio, la tensión fue mi compañera de viaje. Comía rápido y mal. No descansaba nada. Iba acelerada a todos los sitios. Incluso al hablar se me notaba que algo no funcionaba. Mi verborrea irrefrenable incomodaba incluso a mis amigos. Hasta que, de pronto, un buen día me quedé muda delante de un micrófono. Siempre le tendré un cariño especial a aquella compañera que supo tranquilizarme en aquel momento. Obviamente aquel desasosiego tuvo sus consecuencias. Si no paras tú, te para el cuerpo.
A partir de entonces aprendí a escucharme y comencé a prestar atención a los avisos. Ese tic en el ojo, esa migraña, esas uñas mordidas… También empecé a relativizar los problemas y a manejar las situaciones de una forma distinta.
Ahora parece que la cosa va bien hasta que llegan los picos de estrés laboral. A mí me recomendaron evitarlos a toda costa y los combato con planificación. Pero no todo se puede controlar ni a todos los demás se les puede exigir que lleven tu ritmo. Por eso, en ocasiones, todo estalla y hay que recomponerse.
Según los datos de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios, España lidera el consumo global de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes. No me extraña. Sólo hay que vernos yendo con prisas de un lado para otro. Lo que me preocupa es que en las estadísticas siempre figuran las mujeres y los jóvenes como los mayores afectados por esta pandemia del siglo XXI.
Nosotras nos tomamos los medicamentos como pipas. Nos anestesian. De ese modo, dejan de llamarnos locas. Porque para mucha gente eso es lo que somos: señoras desquiciadas. Los que lo opinan tan a la ligera deberían vivir unos meses en nuestra piel. Seguro que no nos insultarían de ese modo.
En la juventud se da por otros motivos, pero tampoco hay que minusvalorarlos. Me fastidia mucho que digan que los chicos y chicas se quejan de vicio porque se han criado como reyes. Será cierto, pero basta ya de comparativas. Ellos, entre otras cosas, tienen míseros salarios y no se pueden independizar aunque quieran. Cada época tiene sus males, cada uno sus circunstancias y convendría tener un mínimo respeto.
El malestar emocional no es nuevo, pero hay que analizarlo cada cierto tiempo. Nuestra sociedad está enferma y nosotros sólo somos pacientes. Esa es la realidad. Está claro que nuestro estilo de vida no es el adecuado y no le ponemos remedio.
Es cierto que con los años se aprende a manejar la ansiedad, pero esta no desaparece nunca. La fatiga, la irritabilidad, las ansias o el insomnio te acompañan siempre. Si los demás lo ven, te pueden echar una mano. El problema es cuando nadie repara en ello. “Me estoy ahogando y nadie mira el mar”, dice una canción de Viva Suecia que se titula La orilla. Anda, al final he caído en mencionar algo de otros.