Decía Francisco Umbral que la primavera es la complicidad entre el agua y la flor. Y a mí me parece tan poético como cierto. Es esta una estación ciclotímica que nos hace pasar del jersey y el paraguas a la sandalia, en días, incluso en horas, nos vuelve locos, pero a cambio de ese carácter tan suyo nos entrega la belleza, que no es poco.
Pude comprobarlo el pasado fin de semana mientras viajaba en coche al campo manchego. Las colinas coronadas por molinos quijotescos iban dejando paso a las montañas del parque natural de Sierra Madrona, donde a veces huele a Andalucía en los olivos y otras, a Castilla en las encinas.
Era el momento cumbre de las cunetas, convertidas en jardines silvestres por los macizos de amapolas, espigas y margaritas donde se pierde la vista y la vida nos parece fábula, aunque sepamos que no lo es. Mas allá de ellas, se extendía un campo verde, casi irlandés, con salpicaduras de rebaños de ovejas y un jaramago que lo pintaba de amarillo, hasta que aparecieron las primeras jaras. El paisaje se hizo montañoso y se convirtió en su resina y sus flores blancas, entre las que serpenteaba el rastro de los ciervos y los guarros, como allí les llaman, que sobre todo es tierra de caza.
Yonquis de lo eterno
A la primavera le perdonamos sus cambios de humor y el abandono que deja en la sangre y en el ánimo, esa abulia que a mí me quita las ganas de todo lo que no sea ella. De todo lo que no sea contemplarla. Cuando algo nos gusta anhelamos que dure para siempre. Somos unos adictos a la inmortalidad, unos yonkis de lo eterno desde que descubrimos que íbamos a morir y por eso empezamos a contar historias.
Como me acompañaba en el viaje: La Odisea, que estoy releyendo, en una pausa primaveral leí que en el Olimpo no hay lluvia, ni vientos huracanados, ni nieves; solo un éter sereno, como cándida lumbre donde los dioses gozan. ¿Nos gustaría el Olimpo?, me pregunté, ese Caribe divino sin sobresaltos torrenciales. Me hace dudar el hecho de que los dioses griegos no dejaban de abandonarlo y se inmiscuían en la vida mortal para ayudar, fastidiar o ligar con alguna artimaña zoológica. Así que, a priori, el Olimpo no parece un puerto franco de la felicidad, aunque se viva para siempre.
Hoy buscamos con más ahínco, si es posible, ser inmortales con la belleza en serie y la perfección y, sin embargo, creo que hay en nosotros algo muy atávico que no podemos evitar y nos recuerda lo que somos: seres humanos. Me viene a la cabeza un personaje que me encanta: John ‘el salvaje’, en la novela: Un mundo feliz de Aldous Huxley. Él prefiere la poesía, envejecer, las lágrimas, es decir, darse un revolcón de humanidad antes que tomarse el soma y entregarse a una idílica anestesia emocional en cadena. Y el rey Gilgamesh de Uruk, en la fascinante epopeya sumeria de hace por lo menos tres mil años, que buscó con ahínco el secreto de la inmortalidad y cuando regresaba a casa con su fracaso a cuestas, paró a descansar en casa de Siduri, la tabernera, quien al ver su lamentable estado de ánimo por esa causa, le dijo algo así como: Gilgamesh, llena tu vientre, el día y la noche gózalos; ponte vestidos bordados, lava tu cabeza y báñate. Cuando el niño te tome de la mano, atiéndele, y deléitate cuando tu mujer te abrace porque eso es el destino de la humanidad.
Como la amapola en la cuneta, la maravilla de lo cotidiano.