Opinión

Al final de todas las cosas

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Al final de todas las cosas, me he levantado con esta frase en los labios y no he sabido qué hacer con ella. En lo primero que he pensado ha sido en el verano, como si el otoño no fuese más que un reloj ocre y el invierno un artilugio frío, gris. Como si la primavera, con todo lo que lleva consigo, ya saben: las amapolas, las lluvias, los frutales, no existiera. El verano es lo que nos espera al final de lo que hemos convertido en todas las cosas: de la ciudad, del techo con la luz fluorescente, del despertador digital, las prisas y las comidas en táper; el verano donde estoy ahora, el verano vivo que son las vacaciones. Desde una terraza contemplo las crestas del Peloponeso que se asemejan al lomo de un animal prehistórico. Temo que de pronto saque la cabeza del mar y ruja. Entonces me acuerdo de los dibujos de bebés dinosaurios que veía mi hija en la televisión siendo muy niña, del terror que le daba el tiranosaurio rex, diente agudo, y la echo de menos porque se quedó en España; echo de menos cuando ponía aquel CD con sonidos de animales de la sabana africana y por el suelo del comedor, las mañanas no sé de qué estación, solo sé que el sol parecía miel derramada en el parqué, imitábamos el rugido de los leones y los brazos eran las trompas de los elefantes. Echo de menos cuando escondía la cabeza en mi cuello porque le daba miedo toda el agua que había en el mar y podía mirarla dormir hasta la madrugada.

Y así, con la memoria desordenada, hambrienta de vacaciones, regreso al verano. Al aperol spritz naranja donde me bebo la puesta de sol como una italiana más y me acuerdo de una parra con racimos de uvas verdes, de los tallos como tirabuzones griegos sobre los desayunos de la sierra madrileña, de mi bicicleta, una BH azul metalizado que  acabó colgada en un garaje; de la galleta María que me daba mi madre cubierta de la nata que surgía al hervir la leche de las vacas, de las guerras de ciruelas con los chicos del pueblo, de las piscinas, del olor a cloro en la piel y las peladuras de las rodillas. Del verano que me rodea: las puertas azules, las buganvillas fucsias y las fachadas blancas. Las gaviotas, las tabernas con sus sillas de madera, los veleros con la silueta recortada en el horizonte, a la caída de la tarde. Las olas picudas del Egeo, la plata que espejea en ellas durante las mañanas y te hipnotiza. Las ermitas de cúpulas de media cebolla, diseminadas entre las rocas. Esto es lo que hay al final de todas las cosas, de las expectativas constantes que nos roban el presente, el cielo intacto, el ahora; de la contractura que llevo en el omóplato derecho, clavada como una lanza. Al final de todas las cosas es lo que le dice Frodo Bolson a Samsagaz Gamyi tras destruir el anillo de poder en el Monte del Destino, cuando, sobre una roca, solo les queda morir entre ríos de lava.

Pero hoy para mí, al final de todas las cosas, no está la muerte, sino el verano, más aún, las vacaciones de verano, que nos dejan en barbecho para florecer en tiempos más fríos. Disfrútenlas

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