He vuelto al Prado. El jueves me mandaron hacer un reportaje y aproveché un instante para acercarme, de nuevo, a la sala 56A que es donde se encuentra El jardín de las delicias. No sé si es mi obra favorita, pero reconozco que he pasado mucho tiempo frente a ella. La he contemplado, explicado y disfrutado. Conozco bien cada uno de sus detalles y son muchos. De hecho, algunos los he memorizado al ir colocando las piezas de un inmenso puzle que me regalaron.
La pintura de El Bosco impresiona nada más verla. Es un tríptico que da lugar a todo tipo de interpretaciones. Lo que observamos en una de las tablas, la de la izquierda, es el paraíso. Parece que se escucha el trino de los pájaros y que nos acaricia una suave brisa. Luego nuestra mirada se dirige hacia el centro, donde se desarrolla una gran fiesta. Se supone que esa es la parte terrenal en la que las figuras humanas desnudas se entregan a todo tipo de placeres. Uno se imagina los suspiros y las risas. Por último, a la derecha, se muestra el infierno. Nos falta de fondo un violín desafinado y olor a brasas. En ese entorno, de pronto, en medio del caos y la oscuridad, asoma un hombre árbol blanco.
En todas partes hay demonios y formas antropomorfas. Es un universo inventado en el que se entrelazan los sueños con la imaginación. Lo sabe bien el director de cine Tim Burton quien hizo de pequeño un trabajo sobre este artista para el colegio y, en septiembre de 2022, aprovechando una de sus visitas a Madrid, se acercó a ver el cuadro. Emocionado, reconoció ante la cámara que le había “inspirado” su propio cosmos. A él que tiene esa estética tan particular exhibida en Sleepy Hollow, Bitelchús, Charlie y la fábrica de chocolate, Eduardo Manostijeras y tantas otras películas.
El Bosco hipnotiza a todo el mundo con sus minuciosas y expresivas pinceladas. Él pintaba para la clase alta de la sociedad de su época. El rey Felipe II, coleccionista y gran admirador suyo, logró traerse para España varios de sus lienzos. Este óleo sobre madera de roble ya le pertenecía en 1593. Lo mandó para El Escorial. Seguro que se sentaba delante de su tesoro e invitaba a su corte a participar en un divertido juego. Les diría: adivinen ustedes dónde está el hombre colgado de la llave, busquen a la sirena que vuela sobre un pez, cuenten las fresas gigantes, descubran el dado o al drago, localicen al unicornio y, ya de paso, la curiosa partitura musical impresa en las nalgas de un pecador. Tendrían para rato porque es difícil detenerse en un solo punto. Hay demasiadas escenas misteriosas.
Los entendidos dicen que su autor quería hacernos reflexionar sobre la humanidad. En un cartel de la pinacoteca pone que pretendía transmitir “la fragilidad y el carácter efímero de la felicidad”. Cada uno hará su lectura. Para mí es un reflejo de la existencia con sus alegrías y sinsabores. Así de simple. Al examinarla siempre me viene a la cabeza la de veces que pasamos del júbilo a la tristeza en tan sólo unos minutos. También a la inversa. En ocasiones, incluso, puede darse un destello de dicha en medio de un quebranto. Somos enrevesados y él lo expresó bien.
Todo en ‘El jardín de las delicias’ es una incógnita y lo que más me choca es que muy pocas personas se acercan a ver el cuadro por detrás. Si lo hicieran descubrirían que una vez cerrado aparece el tercer día de la Creación en grisalla. En una esquina, una minúscula figura de Dios preside una esfera transparente en la que se adivinan montañas y agua. Además, hay dos inscripciones en latín, una a cada lado, donde pone: “Ipse dixit et facta sunt/Ipse mandavit et creata sunt (Él mismo lo dijo y todo fue hecho/Él mismo lo ordenó y todo fue creado). Me fascina la cara y la cruz, que al abrir salga el sol y explote el color. El rosa, el verde, el azul, el bermellón acompañando esa otra parte impregnada de negro, marrón y ocre. Todo en esta vida tiene dos versiones y ante tamaña representación, diríamos que miles.
Es la conclusión a la que llegué hace unos años cuando me regalaron un pase e iba cada dos por tres al museo. Deambulaba durante horas por sus pasillos laberínticos y ahora mismo sabría llegar a la sala 56A con los ojos cerrados. No es un código secreto. Es una amplia habitación, ubicada en el edificio Villanueva, que acoge y exhibe a Jheronimus van Aken, su verdadero nombre. Hay dos trípticos más de él: La adoración de los Magos y El carro de heno.
Por aquel entonces, me calmaba estar rodeada de tanta belleza. Hay quien necesita acudir a su cita con el psicólogo, pero yo sólo quería la tranquilidad que se respira en este lugar. Me gusta ocultarme y este es para mí es el escondite perfecto.