Me gustan los cementerios, lo admito. Y eso que, aunque no depende de mí, no tengo intención alguna de quedarme pronto en ninguno de ellos. Recuerdo un día que, en Peralta, mi pueblo, mis amigas y yo vimos pasar un cortejo fúnebre. El abuelo de una de ellas, Benito, un hombre de gran humor y buenísima persona, que ya superaba los 80 años, iba acompañando al coche que llevaba el ataúd y, al pasar, nos miró y nos dijo con sorna: “mientras acompañemos ya está bien, lo malo será cuando nos acompañen”. Y es que, por extraño que parezca, muchas veces la muerte va unida al humor, que sirve también como mecanismo de defensa. En otra ocasión estaba en una tienda y en el exterior pusieron una esquela de una señora mayor que acababa de fallecer. Llevábamos varios días con funerales, todos de personas de avanzada edad, y una de las mujeres que se encontraba en el establecimiento, que tendría como 60 años, comentó: “Mientras nos muramos en orden…”.
Los cementerios dan cierta paz, también tristeza, sobre todo cuando, quienes están en él son tus seres más queridos o aquellos que, en cierto modo, han formado parte de tu vida de una u otra manera. La muerte nos iguala a todos, pero, incluso en su despedida, hay gente que quiere destacar de alguna manera. En el cementerio de La Almudena de Madrid, por ejemplo, había una especie de templete con un escudo gigante del Atlético de Madrid. Me imaginé entonces el tipo de forofo que habría sido en vida ese señor. Y en el cementerio civil de Madrid, me llamó la atención un epitafio que decía: “Después de la muerte no hay nada”, como si el finado hubiera vuelto del más allá para decirnos que abandonáramos toda esperanza.
Luis Carandell tenía un libro fantástico llamado Tus Amigos No Te Olvidan, en el que recopilaba esquelas, costumbres funerarias, epitafios… Recuerdo por ejemplo dos de ellos: uno, de un niño que había muerto a los pocos meses de nacer y que era recordado con una frase: “Canuto, hijo mío, que pronto empezaste a darnos disgustos”. El otro era el de una mujer que emigró, volvió a España y falleció al poco tiempo: “Doña Filomena Pi, por cuidar de su salud, vino de América aquí, y su fin fue el ataúd”.
Hay cementerios que albergan verdaderas obras de arte, como el de La Recoleta, en Buenos Aires, donde es obligada la visita a la tumba de Evita Perón. El encargado del camposanto te recuerda, además, que “se pueden sacar fotos, pero no se puede hacer sonar el bombo, ni sacar pancartas, ni encender velas”. Impresionante también es el cementerio militar de Arlington, que alberga más de 400.000 tumbas, la mayoría de ellas iguales y perfectamente cuidadas. En el pequeño camposanto de El Roncal, en Navarra, se encuentra el mausoleo del famoso tenor, Julián Gayarre. Mariano Benlliure fue el encargado de realizar esta magnífica tumba donde la figura de una mujer que encarna la Música, apoya su cabeza en el sarcófago mientras oculta su rostro con la mano; y en la que otra figura que encarna la Fama inclina la cabeza intentando seguir escuchando la voz del tenor.
Pero de todas las historias que rodean a los cementerios mi favorita es la de Alfaro, en La Rioja. Tradicionalmente, todos los años iba con mi padre a llevar flores a unos familiares que teníamos enterrados allí, y siempre me señalaba una tumba pequeña y alargada. Mi padre me contó por qué: en el siglo XIX en esa localidad vivía un joven de una rica familia llamado José Mauleón, que se enamoró de una criada de la familia Sáenz de Heredia. Su amor era imposible en aquella época. Ella enfermó de viruela y murió enseguida. Él, contagiado, lo hizo poco después, pero pidió que lo enterraran en frente de su tumba, de pie, para poder velarla toda la eternidad. Y todavía hoy su amor sigue siendo eterno.