Casi diez meses después del 7 de octubre, Oriente Próximo parece estar a punto de vivir el segundo acto de su tragedia. Esta nueva escalada del conflicto podría desembocar en una guerra regional a gran escala. El primer acto se abrió con sangre y furia el 7 de octubre.
Tras nueve meses de intensos combates en Gaza, que probablemente han causado 40.000 muertos en el bando palestino, al menos 2/3 de ellos civiles, los israelíes han vuelto a lo que parece ser su “ventaja comparativa”: la eliminación selectiva de sus adversarios, desde Beirut hasta Teherán (pasando, por supuesto, por Gaza).
Habiendo demostrado la continua superioridad de sus servicios de inteligencia, ¿declararán los israelíes -una vez que haya pasado la respuesta de Irán y sus criaturas, desde Hezbolá en el Líbano hasta los Houthis en Yemen, sin olvidar a Hamás en Gaza, si no en Cisjordania- que su principal objetivo (restablecer su disuasión estratégica) se ha logrado? ¿Y que ahora están dispuestos a llegar a un acuerdo en Gaza: un cese de las hostilidades a cambio de la liberación de los rehenes?
El problema es que esta visión racional probablemente no sea compartida, ni por Benjamin Netanyahu, ni por los restantes dirigentes de Hamás. El primer ministro israelí está obsesionado por los cálculos a corto plazo, que tienen más que ver con el futuro de su persona que con el de su país.
Humillados por un atentado espectacular (reflejo de la “permeabilidad” de su régimen) en pleno centro de su capital contra Ismaïl Haniyeh, líder político de Hamás, los mulás iraníes no pueden dejar pasar esta afrenta sin reaccionar de “verdad”. A riesgo de que la escalada de las hostilidades desemboque en un verdadero conflicto regional y en una guerra total.
Uno de los principales problemas de Israel es que, con el paso del tiempo y a través de la ocupación y la estancia de muchos de ellos en las cárceles del Estado hebreo, los palestinos han llegado a conocer y comprender a los israelíes mucho mejor de lo que estos les comprendían a ellos. Hubo un tiempo en que los dirigentes militares y civiles israelíes consideraban imprescindible hablar árabe y conocer su historia y civilización para relacionarse con los palestinos.
Esto ya no parece ser así. El complejo de superioridad teñido de indiferencia, el materialismo llevado al extremo en el contexto de la globalización, la religión de la tierra, los reflejos identitarios y de seguridad, el retorno como un bumerán de las heridas de un pasado que nunca cicatrizará, por no hablar de la derechización de Israel y la corrupción de la Autoridad Palestina, todo parece haberse confabulado para preparar el drama que vivimos desde el 7 de octubre.
Ante esta crónica de una catástrofe anunciada, y antes de que sea demasiado tarde, ¿tiene aún la comunidad internacional los medios, y más aún, la voluntad de actuar para evitar lo peor? Estados Unidos tiene los medios para ejercer presión política y económica sobre Israel y las herramientas de disuasión militar contra Irán. China, el mayor cliente energético de Teherán, tiene cartas que jugar en Irán.
No puede desear una guerra directa entre Jerusalén y Teherán, que tendría repercusiones negativas en la economía mundial y, por tanto, directamente en la tasa de crecimiento de China. No podemos, sino, constatar con tristeza el papel tan secundario que Europa puede desempeñar hoy. Está en primera fila, pero más como espectador implicado y víctima potencial que como actor responsable.
¿Hasta dónde pueden penetrar Irán y sus aliados en Israel? ¿Podrían los ataques conjuntos contra el Estado hebreo saturar sus capacidades de defensa, que son excepcionales? Dependiendo de la respuesta a esta pregunta, ¿hasta dónde querrá llegar Israel en su respuesta militar? Lo peor nunca es seguro. Pero esta vez es casi probable. De Haifa a Tel Aviv, y de Beirut a Teherán, casi parece que nos estamos preparando para vivir lo que Kiev lleva sufriendo desde hace algo más de dos años.