¿Qué ha pasado con Sue Gray, la primera baja de la era Starmer en Reino Unido?

Tras tres meses en el poder, el Gobierno laborista evidencia luchas internas que han menoscabado seriamente la popularidad del premier

Sue Gray - Internacional
Fotografía de archivo oficial de Sue Gray Gov.uk

La primera cabeza que ha rodado en la nueva era de la política británica tiene nombre de mujer: Sue Gray. Desconocida para el gran público hasta que asumió la compleja investigación del llamado partygate (el escándalo de las fiestas en Downing Street durante los confinamientos del coronavirus, con Boris Johnson como primer ministro), su reclutamiento el año pasado para ayudar a Keir Starmer, por entonces líder de la oposición, en su preparación para el poder elevó su caché y disparó su influencia sobre el primer político laborista en hacerse con las llaves del Número 10 de Downing Street en 14 años. Pero un errático arranque de legislatura y luchas cainitas que han traspasado los muros de la residencia oficial han precipitado la caída de quien estaba llamada a liderar una profunda reforma del Ejecutivo de Reino Unido.

Oficialmente, Gray ha dimitido, debido, según su carta de renuncia, a que los rumores y especulaciones en torno a ella corrían el riesgo de suponer una “distracción” respecto a la acción del Gobierno. En las últimas semanas, su conducta en la administración, su supuesto exceso de control e incluso su sueldo se habían convertido en la comidilla política al norte del Canal de la Mancha, haciendo su continuidad insostenible. En una contienda entre el sector de vocación más política del círculo de Starmer y el frente encabezado por Gray, una veterana de la función pública que había ejercido como jefa de la división de ética, el premier tuvo que elegir, y lo hizo a favor de sus estrategas de partido.

El rol de Gray como heroína o villana depende de la versión de cada facción, pero lo que resulta evidente tras filtraciones marcadamente hostiles contra ella es que, en los primeros cien días de gracia del nuevo gabinete, Downing Street era una olla a presión. Ante la demora en la publicación de los primeros presupuestos programados por una mujer al frente del Ministerio de Finanzas (se anunciarán a final de octubre), el Ejecutivo no ha logrado ganar tracción política y, en las últimas semanas, más que sobre cualquier medida, la atención ha estado centrada en las dádivas recibidas por Starmer tanto en la oposición como desde que se mudó al Número 10, una saga que ni él, ni su equipo, han logrado zanjar con diligencia.

Como resultado, los defensores de Gray consideran su defenestración la consecuencia de un motín contra ella, promovido por personas (en su mayoría hombres) próximas al primer ministro, o enemigos íntimos con los que la hasta este domingo todopoderosa jefa de personal (Chief of Staff, en inglés, uno de los puestos de mayor influencia en el gabinete británico) mantenía rencillas del pasado. Frente a la narrativa que le imputa falta de visión, exceso de poder y maniobras para marginar al bastión político, sus valedores creen que Gray ha sido el chivo expiatorio de todos los males de una administración que está pagando caro la falta de engranaje. Dardos venenosos como la filtración interesada de su sueldo, superior en 3.000 libras al del propio primer ministro, prueban la animadversión que generaba.

Su salida ofrece a Keir Starmer, por tanto, cierto margen para reescribir el guion, y cerrar un incómodo capítulo en el que, en lugar de la agenda reformista prometida durante su eficaz campaña electoral, de lo que se habla es de decenas de miles de libras donados para trajes y gafas para el premier, contratos de alquiler de ropa para su esposa, entradas para ver a Taylor Swift o costosos asientos para las carreras de caballos. Gray no es, necesariamente, responsable de la controversia, pero la persistencia de la misma revela un serio problema de gestión en Downing Street, por el que alguien debía pagar.

La clave ahora es si su recién nombrado sustituto, Morgan McSweeney, cerebro de la victoriosa campaña laborista en las generales del 4 de julio, será capaz de revertir la suerte y saldar una polémica que, según prueban sucesivos estudios demoscópicos y grupos de sondeo, han menoscabado severamente los índices de aprobación de un dirigente que apenas supera los tres meses en el poder. La caída de popularidad de Starmer es la más acelerada registrada por cualquier gobierno en tiempos recientes, excluyendo, inevitablemente, a la administración de la ex primera ministra conservadora Liz Truss, quien no llegó ni a los 50 días en Downing Street.

Por su parte, McSweeney representa, por encima de todo, el epítome de la división política que se había sentido relegada por Gray, una funcionaria de carrera que, de repente, se convirtió en mano derecha, confesora y aparente guía espiritual del líder; por encima de aquellos que, durante años, habían sido sus asesores de referencia. Pero la marcha forzada de la jefa de personal, quien ha sido nombrada en el incierto cargo de ‘enviada para las regiones y naciones’, un puesto que no existía anteriormente, presenta, para ciertos sectores, tintes de misoginia, y prueba de ello es la cobertura mediática que declara, no sin cierto sarcasmo, que “los chicos están de vuelta”.

No en vano, además de McSweeney, se ha reclutado al ex periodista James Lyons, procedente de TikTok, para dirigir el nuevo equipo de comunicación estratégica y asumir algunas de las funciones clave que llevaba Gray. Sin embargo, para cualquiera de los teóricos ganadores de la lucha de poder que ha dado con la primera baja de la era Starmer, entender y, consecuentemente, gestionar la complejidad operativa de un Gobierno de las dimensiones del de Reino Unido será una prueba de fuego que, irremediablemente, marcará la suerte del Laborismo.

TAGS DE ESTA NOTICIA