En el corazón del Vaticano, tras los muros de la Capilla Sixtina, se va a celebrar el nuevo Cónclave. Un proceso milenario revestido de solemnidad, pero no exento de intrigas. La muerte del Papa Francisco ha abierto una nueva página en la historia de la Iglesia Católica. Y, con ella, una lucha por el poder que recuerda, en más de un sentido, al universo de Juego de Tronos.
Aunque separados por siglos y contextos, el paralelismo entre el Cónclave y Juego de Tronos no es una simple frivolidad mediática. Ambos representan estructuras donde el poder absoluto se disputa en silencio, bajo capas de tradición, códigos y símbolos. En ambos escenarios, lo que parece espiritual es también profundamente político.
Cardenales como señores feudales
En Juego de Tronos, los grandes señores compiten por el Trono de Hierro. Cada uno con su territorio, sus alianzas, sus fidelidades y traiciones. En el Cónclave, los cardenales representan a las distintas potencias del mundo católico. Europa, América Latina, Asia, África. Aunque no empuñan espadas ni visten armaduras, cada uno trae consigo una visión, una agenda y una estrategia. Y, como en los Siete Reinos, la unidad es más una aspiración que una realidad.
En este Cónclave van a participar 135 cardenales electores. Una cifra que supera incluso el máximo establecido por la constitución apostólica. Sus deliberaciones serán secretas, pero los ecos de sus alianzas ya comienzan a filtrarse. El paralelismo con Juego de Tronos aparece, de nuevo, inevitable. Nadie está verdaderamente seguro de quién apoyará a quién cuando se cierre la puerta de la Capilla Sixtina.
El humo como símbolo de poder

Uno de los elementos más icónicos del Cónclave es el humo. Negro si no hay acuerdo, blanco si se ha elegido nuevo papa. Este ritual antiguo tiene su eco simbólico en Juego de Tronos, donde los cuervos portan noticias vitales y el fuego de los dragones marca el destino de reinos enteros. En ambos universos, los elementos naturales se convierten en portadores de verdad, temor o esperanza.
El humo blanco señala la elección de un nuevo líder espiritual, y también representa el éxito de una estrategia, la victoria de una casa, por usar el lenguaje de Poniente. Cada Cónclave se convierte así en un momento de inflexión, donde las decisiones humanas se revisten de misticismo. Y los movimientos internos quedan ocultos tras una cortina de incienso.
Intrigas en los pasillos del Vaticano
El mundo conoce el resultado del Cónclave, pero casi nunca su desarrollo. Lo que ocurre durante esos días permanece bajo voto de silencio. Sin embargo, analistas vaticanos y periodistas especializados saben que no hay decisión que no esté precedida de múltiples encuentros informales, pactos discretos y negociaciones sutiles.
¿Y no es esto acaso la esencia de Juego de Tronos? En los pasillos de Desembarco del Rey, igual que en los pasillos del Vaticano, los susurros pesan tanto como los decretos. Las alianzas entre cardenales —al igual que entre casas nobles— pueden durar una noche o consolidarse durante años. Pero siempre son frágiles, condicionadas por el equilibrio de poder. En este sentido, el Cónclave es menos un retiro espiritual y más un tablero de ajedrez diplomático.
¿Quién es el favorito? ¿Y quién el verdadero contendiente?

En cada Cónclave, los medios y expertos se apresuran a señalar favoritos. Esta vez, Pietro Parolin, Luis Antonio Tagle o incluso Cristóbal López Romero. Pero si algo enseña Juego de Tronos es que los favoritos rara vez llegan al final. A menudo, son las figuras inesperadas, los candidatos invisibles, quienes emergen cuando el humo blanco se alza.
Este juego de espejos, donde lo evidente oculta lo real, es común a ambos mundos. En el Cónclave, como en Juego de Tronos, los verdaderos aspirantes saben que el exceso de visibilidad puede ser letal. La discreción es una forma de fuerza. A veces, el poder cae sobre quien no lo busca, pero lo merece. O sobre quien lo desea, pero ha sabido esperar.