La imagen de un grupo de mujeres y hombres cantando en el metro de Kiev –dónde se refugiaban de un intenso bombardeo ruso este lunes– corría como la pólvora por las redes sociales. En primer plano, una anciana entonaba la letra de “Mi Kiev” sin perder la sonrisa, a pesar de tener los ojos vidriosos. Todos la acompañaban, con la frente alta, mientras repetían al unísono “¿Cómo puedo no amarte, Kiev querida mía?”.
Verlos y escucharlos –mientras las bombas rusas caían sobre su ciudad– cortaba la respiración. Eran la definición de resiliencia, y los ucranianos se la volvían a mostrar al mundo una vez más. Como tantas otras, durante estos dos años y medio de guerra a gran escala, en los que –contra todo pronóstico– no se han rendido.
El de esta semana ha sido el ataque masivo más grande que ha lanzado el Kremlin contra las ciudades ucranianas hasta la fecha: un total de 239 misiles y drones suicidas golpearon varias ciudades de manera simultánea. Su objetivo principal fueron las infraestructuras energéticas –que ya estaban profundamente dañadas tras la ola de ataques de esta primavera–, pero también impactaron contra edificios residenciales, escuelas, centros médicos.
Rusia quiere sumir a Ucrania en la oscuridad y el frío este invierno. Quiere hacer inhabitables las ciudades que no ha podido conquistar en el campo de batalla. Y quiere obligar a un nuevo éxodo masivo a los ucranianos a los que no ha logrado someter en estos treinta meses de contienda –que han desangrado el país sin que la comunidad internacional tome medidas contundentes–.
“Eso no hace”
“Cuando empezaron a llegar las notificaciones de alarma por ataque, yo estaba con mi suegra y mi hija de tres años en Borispol (Kiev), y no me preocupé porque este lugar es muy tranquilo”, empieza a relatar Ania (29). “Pero de repente escuchamos el sonido de la primera explosión, y luego hubo más. Y eran muy fuertes”.
“Es ese momento sentí miedo, porque no teníamos cerca ningún refugio. Saltaron las alarmas de los coches, de los vecinos, de lo fuertes que eran los impactos, y no sabía ni qué hacer”, prosigue. “Cuando sonó cerca una de estas explosiones, mi hija se espantó y se puso a temblar, y me preguntó qué era aquello”.
“Hasta ahora yo nunca había sabido cómo explicarle a la niña que hay gente que tiene la intención de hacernos daño deliberadamente; pero en ese momento, estaba tan furiosa por tener que vivir esa situación que le dije: son personas malas que nos están atacando con misiles, y esto es el sonido de la explosión de un misil”. La hija de Ania le respondió: “Pues tenemos que ir a hablar con ellos, y decirles que esas cosas no se hacen”.
“Sentimos mucho miedo, esa es la verdad. Y cuando hay niños, ellos no entienden el contexto”, reflexiona Ania, que cuando acabe el verano se irá a Israel. “Mi marido es de allí, y vivimos allí por trabajo. Vivo en dos países y en los dos hay guerra; pero si fuera por mí resistiría en Ucrania a pesar de los cortes de luz y de los ataques”, sentencia.
Yulia (38) vive en Ivankiv, otra ciudad de la región de Kiev. Su marido fue movilizado hace unos meses y está en el frente de combate, así que afrontó sola el último bombardeo. Ningún misil golpeó cerca de su casa, pero tras el ataque se quedó sin electricidad. Algo a lo que los ucranianos –tristemente– están más que acostumbrados.
“Nos adaptamos. Ahora, por ejemplo, funciona el WiFi aunque no haya electricidad”, explica Luda, la hija de Yulia. “Tú puedes llamar a la compañía de Internet y pedir ese servicio: ellos vienen, te instalan otro cable especial y cuando no hay electricidad solo necesitas conectar el router a una batería, y no nos quedamos incomunicados”.
El rugido de los generadores
Cuando Rusia diezmó el sistema de energía de Ucrania –a base de bombazos– entre marzo y mayo, las compañías eléctricas se vieron obligadas a programar cortes de electricidad por distritos para que no colapsara todo. Alternaban cuatro horas de suministro, con otras cuatro horas –a veces más– de apagón. En casi todas las ciudades de Ucrania.
En la capital, algunos días no había más de ocho horas de luz al día, distribuidos en tramos aleatorios de dos o tres horas. Los comercios funcionaban con generadores de gasolina, que rugían en la puerta de cada local, inundando las calles con el ruido de sus motores. Pero los ciudadanos siguieron yendo a trabajar, entrando a sus cafés habituales, comprando en las farmacias o viendo los escaparates iluminados por esos generadores.
No se quedaron en casa y no dejaron de vivir. Su resistencia pasiva se convirtió en otro motor, que no deja caer la ni la economía de Ucrania ni su moral. Y aunque ahora la gran preocupación del Gobierno de Zelenski es cómo van a encarar el invierno si no hay electricidad ni calefacción –en un país donde se llega a los 20 grados bajo cero–, los ciudadanos de a pie cada vez están menos dispuestos a abandonar el país.
“En los pueblos la gente suele tener calefacción individual, y si no funciona la nevera, pues sacaremos la comida al balcón, que hace fresquito. Igual que hicimos durante la ocupación rusa de Ivankiv en las primeras semanas de la guerra”, añade Luda.
En el pueblo
Pasar el invierno en los pueblos –donde se puede capear mejor que en las ciudades la falta de calefacción, porque casi todos tienen chimeneas de leña– parece ser una opción para muchas familias. Sin embargo, cuando hay niños o adolescentes que están estudiando, se suma la complicación de poder seguir las clases online.
Lo mismo sucede en el caso de los universitarios. Eugenia (34) trabaja en la Universidad de Sumy, se ocupa de gestionar los alojamientos para los estudiantes allí. “Para este curso, que arranca en unos días, hay reservadas unas 200 plazas en las residencias de alumnos”, explica. Antes de la guerra estaban ocupadas casi 500.
“Si los bombardeos contra Sumy se intensifican, los alumnos se irán a sus casas y las clases continuarán solo online”, matiza. Con el nuevo frente de guerra abierto en la vecina Kursk, los ataques ya están siendo más frecuentes en esta región, que hace frontera con Rusia.
“Si solo se trata de apagones o cortes de calefacción, yo tampoco me iré de Sumy”, dice Eugenia con determinación. “Pero si los ataques son más fuertes, no sé qué haré. Tal vez refugiarme con mi hermana en Alemania. La verdad es que no quiero moverme de mi ciudad, pero los bombardeos son peores que no tener calefacción”, reconoce.
Un 2024 negro
La ONU ya advirtió en marzo de que los ataques rusos contra las ciudades ucranianas se habían incrementado alarmantemente este año, “hasta un 20 por ciento”. Y la escalada ha ido a más a medida que transcurrían los meses.
El 24 agosto, cuando se cumplían dos años y medio de guerra a gran escala, el presidente Zelenski hizo públicas unas cifras escalofriantes: “el Kremlin ha lanzado en estos treinta meses más de 10.000 misiles y 33.000 bombas guiadas”. Y a esto hay sumar los drones suicidas y el uso de munición prohibida por los Convenios de Ginebra –como las bombas de racimo–.
Precisamente fue una mezcla de todo lo citado lo que Rusia utilizó en este último ataque masivo. Cuesta incluso imaginarlo. El poder destructivo de los misiles lo sabemos calcular todos: uno de esos misiles, tipo Kinzal, redujo completamente a escombros un edificio del hospital oncológico infantil de Kiev en julio. Y las imágenes del destrozo dieron la vuelta al mundo.
Pero los drones suicidas –los tipo Shahed de fabricación iraní que emplea el Kremlin–, también son altamente dañinos. Y mucho más numerosos. Estos aviones no tripulados van cargados con 50 kilos de explosivos y vuelan casi a 200 kilómetros por hora. Y cuando se lanzan en un ataque combinado es muy difícil derribar todos.
Probablemente, las especificaciones técnicas de los misiles y los drones kamikazes no sean relevantes ni para Ania, ni para Yulia, ni para Eugenia. Ellas, junto a millones de ucranianos, han logrado resistir bajo las bombas de Rusia 918 días. Pero el próximo invierno puede ser el más duro que hayan enfrentado.