La de Karina es una historia marcada por la guerra. Ella llegó a Odesa a principios de los noventa, cuando era una adolescente, huyendo del conflicto en Nagorno Karabaj (Armenia). Nunca imaginó que la historia se repetiría aquí, treinta años después; pero esta vez no quiso volver a huir y decidió luchar por el que hoy es su país.
En estos momentos, Karina sirve en la Brigada 22 de las Fuerzas Armadas ucranianas. Es la médico jefe de un equipo de evacuación, que trabaja en el frente de combate de Bajmut, y ha perdido la cuenta de las vidas que ha salvado desde que decidió ponerse el uniforme.
Cuando empezó la invasión a gran escala, ella se unió a los voluntarios que ayudaban en Mikolaiv –una de las ciudades más castigadas por la artillería del Ejército ruso, que intentaba avanzar hacia Odesa durante los primeros meses de la guerra–. “Pero enseguida vi que me necesitaban más en las Fuerzas Armadas, así que me alisté“, recuerda.
En secreto
Al principio no se lo contó a su familia. Pasó meses justificando sus ausencias con viajes de trabajo, antes de armarse de valor para decirle a sus dos hijos de 24 y 22 años –y a sus padres octogenarios– que se había reclutado. “Mis hijos se quedaron en shock, ni siquiera podían hablar. Pero ahora están orgullosos de mí”, asegura.
“Me siento muy orgullosa de ser una médica de combate”
“Elegí la medicina de combate porque confiaba en mi fuerza física, y me veía capaz de mover a un soldado para atenderle”, explica. “Sin embargo, hubo quien me dijo que no lo iba a lograr, que una mujer no era lo suficientemente fuerte… Pero ya ves, lo he logrado y me siento muy orgullosa de ser una médica de combate“, apostilla con un brillo especial en la mirada.
Abrirse paso a tiros
“Después de completar el entrenamiento militar, nosotros tenemos que superar un curso completo de medicina de combate donde nos enseñan cómo dispensar ayuda bajo fuego y medicina táctica“, señala. Karina tenía formación como médica rehabilitadora, pero aun así los exámenes eran complicados. “Hay personas que no aprueban, y no se hacen excepciones, ni siquiera por la guerra”, insiste.
Le pregunto si era consciente de lo peligroso que es ejercer como médico en un campo de batalla. “Yo estaba al cien por cien preparada para el lugar al que iba a ir, y hoy lo sigo estando”, responde sin dudar. “Muchas veces debemos disparar al enemigo mientras estamos haciendo las evacuaciones, por eso nos preparamos militarmente también. Para estar capacitados para todo”, apostilla.
Son capaces de desdoblarse: ejercer como médicos mientras disparan un fusil. Y esto supone que deben cargar al hombro con eso fusil, los cargadores y un arma corta, además del equipo de protección –el pesado chaleco antibalas y el casco–, más todo el material sanitario. “Ni siquiera sé cuánto pesa todo junto –dice–, pero sí que pesa, sí”.
En los países que han vivido en paz durante las últimas décadas, como es el caso de España, nadie asociaría la figura de un médico con la de alguien que se abre paso a tiros para llegar hasta un herido. En el imaginario colectivo, pensamos en un quirófano pulcro, donde los doctores esperan a que depositen al paciente sobre la mesa, enfundados en guantes de látex y batas recién estrenadas. Pero la realidad en un frente de combate es muy distinta.
Barro y sangre
Hay barro, pólvora y suciedad mezclándose con la sangre que emana de las heridas. Hay drones sobrevolando, con la intención de localizar a los quedan vivos, para rematarlos. Hay horas –incluso días– de espera hasta que llega la ayuda médica… y cuando por fin llega no se anda con miramientos. La prioridad en campo de batalla es detener la hemorragia y correr.
Le pregunto a Karina cómo supo que iba a ser capaz de hacer todo eso, de salvar vidas mientras cercenas otras para poder sobrevivir. “Ya sabes, esto puede sonar extraño, pero después de la formación y los entrenamientos simplemente estamos listos”, zanja.
“A excepción del cañón, sé manejar cualquier arma”
“A excepción del cañón, sé manejar cualquier arma. Era mi deseo aprender, y aproveché la formación”, dice. “Es curioso que me gusten las armas, porque lamentablemente pasé mi infancia en la guerra, pero cuando te mueve el amor por tu tierra quieres protegerla a toda costa”.
“Las evacuaciones se realizan de diferentes maneras, depende de la situación, pero en buenas condiciones en tres o cuatro horas extraemos al herido“, explica. “En cambio, si el enemigo está atacando, entrar es simplemente imposible, y hay que esperar el momento”. La doctora recuerda casos como el de un soldado que aguantó cinco días en su trinchera, con una pierna amputada, hasta que pudo llegar la ayuda médica.
Un talismán en el campo de batalla
Una evacuación médica en el frente de combate se sabe cómo empieza, pero no cómo acaba. “A veces vamos a por un solo herido, y volvemos con cuatro”, asegura. En su vehículo de evacuación viajan ella, un paramédico ayudante y el conductor; y los tres participan en las tareas sanitarias. En la guerra todos hacen de todo.
No puede evitar contarme –con una sonrisa de satisfacción en la cara– que ella hace honor a su nombre de combate, Talismán, porque “desde junio del año pasado no he tenido ni un sólo 200 en mi servicio”. 200 es el código con el que se designa a los muertos en combate.
“Tengo las estadísticas más altas, soy famosa en mi brigada por esto“, destaca. Y no es para menos: el hecho de que no se le haya escapado ni una sola vida entre las manos desde hace once meses, en el peor frente de combate de Ucrania, es algo más que buena suerte. “Es disciplina y entrenamiento”, reconoce.
“En los días que no hay avisos de evacuación mi equipo y yo recorremos los caminos con la ambulancia para aprendernos los baches nuevos y cronometrarlos”, relata. Ella tiene que estabilizar a los heridos mientras van dando botes por esos baches –que los rusos van cincelando cada día, a golpe de cañón, en los caminos del Dombás– y conseguir que lleguen vivos al punto de estabilización más cercano.
Un buen día
Llegamos a uno de esos puntos de estabilización mientras seguimos conversando. Es el hospital de combate que la Brigada 22 tiene más próximo al frente de Bajmut, y está camuflado en un edificio en desuso. No hay puertas en el pasillo donde han instalado los boxes, y unos plásticos enormes hacen de separación. “Tenemos capacidad para unos diez heridos a la vez”, me cuenta el jefe médico del punto, el doctor Alexander.
Karina revisa varias radiografías con él, mientras el resto del personal médico va de un lado para otro. Es un día tranquilo. “Verás, un buen día para un médico es cuando no tiene que trabajar, cuando hace su turno y no hay trabajo porque todos están vivos y sanos. Sin desafíos”, dice riendo cuando le pregunto si no es tedioso esperar.
Pero cuando se produce un aviso, sorprende la rapidez con la que se ponen en marcha. Su récord está en 21 heridos evacuados en un solo día. Y algunas de las evacuaciones que relata parecen casi imposibles, pero los ucranianos se han acostumbrado a hacer cosas imposibles en los últimos dos años.
“Tenemos una guerra, a veces las cosas no se hacen igual que en los protocolos”
“Ha habido evacuaciones que se han hecho a pie: hace poco un equipo tuvo que caminar siete u ocho kilómetros en la zona de Klishchiivka (al sur de Bajmut), porque no era posible llegar con un coche”, dice encogiéndose de hombros mientras lo cuenta, como si no tuviera importancia. “Tenemos una guerra, a veces las cosas no se hacen igual que en los protocolos“.
Guerra química y drones
“Últimamente estamos atendiendo muchas lesiones por minas, amputaciones parciales y también por arma química”, se lamenta. “Rusia está usando fósforo contra nosotros y algún otro químico desconocido”. Le señalo que ese tipo de munición está prohibida por el Derecho Internacional, pero responde tajante: “¡Cómo si Rusia respetara el Derecho internacional!”.
La realidad a la que se enfrentan los soldados ucranianos en el frente de combate es aún peor de lo que relata la prensa internacional. Y se ha deteriorado aún más en los últimos meses, por la falta de munición y el aumento de drones rusos.
“En este momento, los drones son uno de los mayores problemas a la hora de realizar evacuaciones. Nos impiden entrar con seguridad para extraer a los heridos, y eso está teniendo un impacto muy, muy grande en nuestro trabajo”, subraya.
Al menos, los equipos de evacuación médica tienen todos los suministros que necesitan. “Hay otro ejército de voluntarios ayudando a los que estamos en el frente, y ellos nos traen torniquetes, vendas o cualquier otra cosa que necesitemos”, explica Karina.
Mujeres resistentes
Le pregunto si hay diferencia entre hombres y mujeres a la hora de desempeñar este trabajo. “Creo que hay una diferencia: las mujeres somos más duraderas, moral y psicológicamente. Aunque nosotras nos cansemos más físicamente, no nos desmoronamos“, reflexiona. “Si una persona decide ser médico de combate debe saber que, además de exponerse a un peligro permanente, no sólo es responsable de sí mismo, es responsable de la vida de los heridos también. Eso es muy duro psicológicamente, y creo que las mujeres estamos más preparadas”.
A pesar de esa resistencia que argumenta Karina, son muy pocas las mujeres que se ven en primera línea. Y la mayoría son médicas o paramédicas, y de vez en cuando se ve a alguna oficial de prensa –las personas que acompañan a los periodistas a las trincheras–. Pero es muy raro encontrarlas en puestos de combate. Karina reconoce que son muchas menos, pero presume de las que hay.
“Nuestras mujeres son tan indomables que algunas realizan tareas de combate que son para hombres; creo que hemos demostrado al mundo entero nuestra fortaleza”, asegura. “Las mujeres que llegan hasta las zonas de combate han pasado pruebas físicas muy duras, y son capaces de disparar con la misma precisión que ellos”, subraya.
“En mi pelotón, soy la única mujer. Pero puedo decir con orgullo que trabajo al mismo nivel que los hombres, incluso hago más que algunos”, asevera. “Un médico de combate debe estar preparado para todo, da igual que sea hombre o mujer”.
Los números de los muertos
“Cuando llegué a Donetsk por primera vez, estuve viviendo en el bosque sin electricidad, sin agua, sin internet”, recuerda divertida, mientras busca las fotos de aquellos meses en su teléfono móvil. La cara menos divertida es que lleva desde julio del año pasado sin ver a su familia, a sus hijos.
“Pero lo más difícil no es no ver a la familia… para mí lo más duro es, y creo que nunca me acostumbraré, cuando mueren los compañeros, porque ellos son tu familia aquí”, dice en un tono más contenido. “Sabes, no soy capaz de borrar de mi móvil los números de teléfono de las personas con las que entré en el Dombás por primera vez, y que ya no están”, confiesa. “Desgraciadamente son muchos los amigos que han muerto, y muchos los recuerdos de ellos. Ahora sólo quedan los recuerdos”, dice con un hilo de voz.
El hijo mayor de Karina, que está terminando la carrera de Relaciones Internacionales en Odesa, también ha decido alistarse. “No me ha querido decir en qué brigada, ni en qué especialidad. ¡Es una sorpresa, dice!”, me cuenta antes de despedirnos. Lejos de sentirse apesadumbrada por la decisión de su vástago, está claro que se siente orgullosa de que haya decidido defender Ucrania también. “No le vamos a regalar nuestra tierra a nadie”.