Para calmar sus penas, Lucy Barrio fue el río a escuchar el fluir constante del agua, sentir la frescura, oler la hierba que crece a los costados. Pero no encontró sino basura, un cauce sucio con miles de objetos plásticos, botellas, bolsas, pañales, platos, vasos…
Frente a ella asomaba un desastre ambiental para unirse a su propio infortunio del cáncer, del desempleo, tres hijos sin padre responsable y facturas por pagar en Tecoanapa, un municipio indígena del estado de Guerrero, uno de los más pobres del país.
Tecoanapa tiene una población de poco más de 46 mil habitantes que generan alrededor de 200 toneladas de basura al día que va a dar al río y luego vuelve con la lluvia, arrastrando viejos y nuevos escombros que se mete a las barrancas; a calles y parques, caminos, sembradíos, canales.
“El río está peor que yo”, se dijo Lucy Barrio a sí misma y ahí mismo se echó se echó a llorar. Chilló hasta que no pudo más, hasta que despejó su mente y regresó a casa con una idea fija en la cabeza: sanar el río y sanarse a sí misma.
Cinco meses después, fundó la empresa cooperativa Organización Campesina de Pueblos Indígenas y Afrodescendientes. Entre los hospitales y la desesperación por la falta de trabajo pensó en recoger todo el plástico que contamina el municipio y llevarlo de nuevo a la Coca Cola, la empresa de dónde sale el mayor número de botellas.
Para su sorpresa, la recicladora de la compañía, Petstar, aceptó comprarle todo.
Lucy Sosa invitó a otras amas de casa, madres solteras, víctimas de violencia y el crimen organizado a colaborar con ella. Así formaron un collage de trabajadoras dispuestas a ganar un poco de dinero en medio de la miseria del municipio.
Según el censo de 2020 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, en Tecoanapa el 52% de la población se encontraba en situación de pobreza moderada y 24% en situación de pobreza extrema. La población vulnerable por carencias sociales alcanzó un 22%, mientras que la población por ingresos fue de 0,47%.
“Nunca antes me habían dado trabajo”, dijo Nicolasa Yodoro, de 66 años, una mujer que crio a sus hijos sembrando maíz en la comunidad de Humachapa. “Y nunca habría imaginado que a esta edad iba a tener uno”.
Para finales de febrero de 2022 sumaron a 500 personas organizadas en grupos de 10 en 10 en cuatro comunidades del municipio: Tecoanapa, Ayutla, Copala y Cruz Grande. Y con esa plantilla se mantienen.
“Ya tenemos 50 centros de acopio donde se separa la basura y cuando se juntan 200 kilos las llevamos a Petstar”, precisa la activista. “El trabajo es interminable”. Tan solo en las cuatro comunidades donde la cooperativa opera, recolectan alrededor de 35 toneladas día de plástico, pero como se producen 200, se sigue acumulando la basura y cada vez necesitan más brazos.
Las amenazas
La labor de estas mujeres inmersas en la lejanía del México profundo, ubicado a 400 kilómetros de la capital mexicana, llamó la atención de Álvaro Vizuet, portavoz del Consejo Nacional Mexicano de Pueblos Originarios, comunidades indígenas y afromexicanos que busca integrar una red de “gobernadores indígenas” que actúen como consejeros, críticos y contrapesos a las autoridades electas en los sistemas democráticos del país.
Visuet vio en Lucy Barrios una aliada para solucionar los problemas de la comunidad y no solo a nivel local. “El trabajo ecológico de estas mujeres pueden ser un modelo para implementar en otros municipios del estado y en otros estados”, observó.
De acuerdo con la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales, en el estado de Guerrero se generan diariamente 3.200 toneladas de basura diariamente y las cifras son proporcionales en los 32 estados de la República con pico en ciudades importantes.
“El reto ahora es que los gobernantes o gente afectada acepten a este tipo de organizaciones”, advierte Visuet.
En Tecoanapa, por ejemplo, los recolectores pagaban a sus trabajadores alrededor de un peso por kilo en la cabecera municipal y cuando Lucy Barrio creó la cooperativa, empezó a pagarles a tres pesos por la misma cantidad.
“Sí empezaron las amenazas en mi contra”, advirtió
La activista se rehusó y así comenzaron las discordias. Un día encontró su camioneta desmantelada y con una amenaza de muerte. Siguieron algunas llamadas telefónicas. Cambió el número.
Entonces, sus enemigos empezaron a meter ruidos en la cabeza de su pareja, que si ella estaba poniendo a la familia en peligro, que si andaba “de arriba para abajo” haciendo o metiéndose con quién sabe quién…
“Se puso muy difícil la situación y finalmente nos peleamos, me golpeó”, detalla.
A diferencia de rupturas pasadas, ella no tuvo miedo: “Mis líderes (así llama a las organizadoras de los equipos) ya tienen cómo alimentar a sus hijos y son cada vez más independientes y yo también”, cuenta.
Después siguió una denuncia por violencia doméstica en la fiscalía y una sensación agridulce porque su emprendimiento le costó una relación amorosa. “No debería de ser así, pero estamos en una sociedad machista y más en los pequeños pueblos de comunidades indígenas”.
– ¿Qué hará con las otras amenazas?
— Llevo casi tres años pagando más a mi gente y no ha pasado nada, ¿qué más voy a hacer? ¡Jugármela! No hay opciones.