El inminente desembarco de Donald Trump en la Casa Blanca ha intensificado en el Reino Unido la diligente ofensiva diplomática activada tras la llegada al poder del Laborismo, un partido tradicionalmente próximo a los demócratas y que necesita ahora garantizar la venia de un presidente electo altamente volátil, de personalidad impredecible y con tendencia a guardar resentimiento. La cacareada ‘relación especial’ (‘special relationship’, en inglés) siempre ha tenido más importancia a este lado del Atlántico que en Estados Unidos, por lo que, para el Gobierno británico, encandilar a Trump es una misión casi existencial que recae fuertemente sobre una mujer: su embajadora en Washington, Karen Pierce.
El Ejecutivo de Keir Starmer activó todos los pistones de la maquinaria institucional para transmitir normalidad tras la victoria del candidato republicano, pero sobre su calculada reacción sobrevolaba el fantasma de la denuncia del círculo de Trump por la “interferencia” de los laboristas y su ideología de “extrema izquierda” en las presidenciales del 5 de noviembre. La queja, presentada formalmente ante las autoridades electorales, respondía a la implicación del partido en la campaña demócrata, familia política natural del Laborismo, que había organizado el viaje de un centenar de voluntarios a cuatro estados clave para las aspiraciones de Kamala Harris: Carolina del Norte, Nevada, Pensilvania y Virginia.
La asunción en el Ejecutivo, o al menos, el deseo, es que la maniobra era una mera táctica de campaña, por lo que la fortaleza de la alianza entre los dos pesos pesados de la esfera anglosajona continuará en la segunda era de Trump. Pero la administración de Starmer es consciente de que debe hacer un esfuerzo extra, dada la conocida sintonía con el rival político de los republicanos y, lo más preocupante teniendo en cuenta el carácter del presidente electo, las hemerotecas y las redes, que se han encargado de recordar incómodas opiniones sobre Trump que altos cargos como la viceprimera ministra o el titular de Exteriores habían expresado públicamente cuando estaban en la oposición.
El propio Starmer demostró la alta sensibilidad de cualquier movimiento cuando decidió congelar el reemplazo de Pierce, la veterana diplomática de 65 años que se había encargado personalmente de preparar el terreno, meses antes de la victoria de Trump, para una relación fluida entre los líderes. Estaba previsto que su período como embajadora en Washington llegase a su fin en enero de 2025, puesto que el cargo tiene una duración fija de cuatro años, pero el premier quería saber primero el desenlace de las presidenciales.
Según la prensa británica, el trabajo de Pierce lo había “impresionado” y, cuando apenas habían pasado 24 horas, su mandato fue extendido en al menos un año, el refrendo más evidente de la confianza inspirada por la embajadora, cuyo currículum incluye destinos complejos como Afganistán y la máxima representación del Reino Unido ante Naciones Unidas.
Conocida por sus coloridos vestidos, Pierce aterrizó en Washington en circunstancias complicadas, tras la marcha forzada de su predecesor en 2019, motivada por la filtración de cables en los que calificaba a la Administración Trump de “inepta e insegura”. Ella fue quien estaba al frente en la difícil transición democrática que llevó al demócrata Joe Biden a la Casa Blanca y fue capaz de mantener una estrecha relación con ambos campos del espectro político norteamericano.
En Washington se dice que la Embajada británica es, de todas las delegaciones, la mejor conectada, una ventaja favorecida por el empuje histórico de la ‘relación especial’, pero que, para perdurar, necesita responsables con la astucia diplomática, la amplitud de miras y la capacidad de moverse en las procelosas aguas de las relaciones internacionales desplegadas por Pierce.
A ella se debe el tanto que Starmer se anotó cuando figuró en la reducida nómina de líderes que hablaron directamente con Trump tras el intento de asesinato que sufrió en julio durante un mitin en Pensilvania. Aquel contacto telefónico allanó el camino para la cena que mantendrían en la Torre Trump, en Nueva York, en septiembre, aprovechando la asistencia del primer ministro a la Asamblea General de la ONU. En las dos horas de la velada estuvo también el ministro de Exteriores, David Lammy, quien en el pasado había calificado a Trump como “sociópata, simpatizante neo-nazi”, pero, según fuentes diplomáticas, la inoportuna opinión ni se mencionó.
El Gobierno británico, de hecho, considera que ha hecho los deberes. Starmer ha avanzado que, si el presidente electo viaja al Reino Unido, le extendería la exclusiva invitación al Parlamento británico, considerada el máximo privilegio para un mandatario extranjero, y su equipo prepara ya una visita a Washington, una vez Trump esté en el despacho oval. El contraste entre los dos mandatarios, no obstante, no podría ser mayor, no solo por pertenecer a partidos en diferentes sintonías políticas: mientras Starmer es un ex abogado de Derechos Humanos de origen humilde, Trump es el magnate que llegó a la presidencia, ahora doblemente, tras una conocida trayectoria auspiciada por la fortuna familiar.
Su aproximación de ‘Estados Unidos Primero’ (‘America First’, en inglés) inquieta en Londres, por el impacto económico de una guerra comercial con las tarifas como arma, pero en la capital británica creen estar mejor preparados que en 2016. La lección de entonces recomienda juzgar al presidente electo por sus actos, y no por sus palabras, si bien aspectos fundamentales, como el acuerdo comercial post-Brexit, todavía por negociar, y la necesaria química personal pondrán a prueba la fortaleza de la ‘relación especial’ en los próximos cuatro años.