Algo se mueve en los exclusivos círculos privados de Londres. La era de la modernidad penetra lenta, pero decididamente, en salones decimonónicos que se resistían a aceptar los cánones de igualdad presupuestos para la segunda economía europea en el siglo XXI. El Garrick Club, uno de los últimos bastiones de afiliación exclusivamente masculina, ha abierto la puerta, 193 años después de su fundación, a la incorporación de las mujeres.
La presión pública ha conseguido lo que reiteradas campañas de persuasión, durante décadas, habían sido incapaces de alumbrar: el fin del veto sistemático al 50 por ciento de la población. Aunque la repentina epifanía se debió menos a un súbito ataque de conciencia, y más a una imparable cadena de cancelaciones entre su privilegiada lista de miembros y a un indeseado escrutinio para una entidad que promete discreción y confidencialidad, la resolución, adoptada la semana pasada, marca un hito en la batalla contra el techo de cristal.
Revelación de los miembros
Una vez más fue un periódico, “The Guardian“, el que, al revelar una nómina hasta entonces guardada bajo llave, abrió la caja de los truenos para una institución que, frente a la tendencia generalizada de abandonar la exclusión por materia de género, presumía de ser un foro solo para caballeros. Tras la publicación el mes pasado de la identidad de unos 60 integrantes, entre ellos, el rey de Inglaterra Carlos III, altos cargos políticos, de la judicatura y el derecho, dirigentes empresariales, actores o periodistas, el debate sobre la influencia de los monopolios masculinos sobre el poder estaba servido.
El primer asalto supuso la salida pública de figuras relevantes como el jefe del MI6, el máximo responsable de la Función Pública o destacados jueces que, hasta que sus nombres no salieron en la prensa, no habían reparado en la contradicción de promover la igualdad en su profesión y pertenecer a una organización que explícitamente excluía a las mujeres. Aunque los clubs están exentos de la normativa de Derechos Humanos por tratarse de instituciones privadas, la “desagradable publicidad”, en palabras del presidente del Garrick, forzó un debate existencial.
“Él” por “ella”
Un comité de emergencia amparó que, después de todo, nada en las reglas impide la pertenencia de las mujeres. Tras años de controversia y luchas internas, el inicio del fin de la discriminación llegaba a través de un mero trámite administrativo, con la aprobación de una moción que se limitaba a aceptar una pauta legal previa, que estipulaba que el pronombre “él” debería concebirse como intercambiable con “ella” ante la ley.
En consecuencia, ni siquiera es preciso cambiar las normas, porque estas ya admiten mujeres y, en vista de la tormenta reciente, un grupo de miembros se había adelantado ya, proponiendo siete como potenciales incorporaciones, entre ellas la académica Mary Beard, la exministra Amber Rudd, la periodista Cathy Newman, o la actriz Juliet Stevenson.
La conclusión puede sonar a burocracia funcionarial, pero las repercusiones son totémicas. La discriminación no era reglamentaria, sino una cuestión de principios, aunque con un impacto notable sobre carreras profesionales: pese a que las normas prohíben trabajar formalmente en las instalaciones, alternar con personas influyentes ofrece ventajas sistemáticamente negadas a las mujeres, subliminales, pero prácticas, perpetuando la concentración del poder en segmentos mayoritariamente masculinos.
Sin acceso a contactos e información
El Colegio de Abogados había condenado ya en marzo las “potenciales ventajas injustas” de la estructura del Garrick, mientras la autora de ‘La brecha de autoridad’, Mary Ann Sieghart, denunciaba recientemente que la afiliación “importa, precisamente porque es una élite. Sus miembros ostentan posiciones de poder, son quienes dirigen el país, y si las mujeres son excluidas, entonces el sistema continuará siendo mayoritariamente masculino”.
Según ella, no se trata de un debate trivial, cuando el modelo priva a las mujeres del tipo de acceso a personas e información que puede influir sobre una trayectoria profesional, en encuentros de naturaleza más informal, que tienden a brindar contactos beneficiosos para la progresión laboral.
Fin al veto
Tradicionalmente, al menos hasta que el escarnio público generó una crisis que amenazaba la propia supervivencia, el sector más tradicionalista tumbaba cada una de las iniciativas instigadas para propiciar la apertura. Las controversias, no obstante, han acabado teniendo un reverso positivo, al desencadenar un análisis de las reglas que, en última instancia, ha puesto al Garrick en el umbral de la igualdad.
Después de que David Pannick, uno de los abogados británicos más reputados, hubiese amparado que nada en los estatutos fundacionales excluía a las mujeres, hace tiempo que el debate pertenecía al terreno las esencias, y si aceptar féminas vulneraba el contrato de una organización creada para “profundizar en actividades de caballeros”. La más reciente votación para determinar si se ponía fin al veto, en 2015, había arrojado un ‘sí’, con un 50,5 por ciento de apoyo, pero el umbral necesario era de dos tercios.
La crisis ha sacudido los pilares de la institución y, tras 193 años, la supervivencia pasa por evolucionar, puesto que, a diferencia de otros exclusivos clubs que abandonaron la política masculina para aliviar la carga financiera, el dilema para el Garrick nunca ha sido económico: el popular personaje infantil Winnie The Pooh había resuelto el problema hace décadas, después de que el autor AA Milne legase al club en 1956 un cuarto de los derechos de autor por sus libros y en el año 2000, Disney los adquiriese por unos 60 millones de libras (70 millones de euros).