Fuimos durante mucho tiempo una región atrasada del mundo. Roma extendió la luz de Grecia sobre parte del territorio europeo, como otros imperios iluminaron otras zonas del mundo. Luego volvimos a la oscuridad, de la que salimos inesperadamente en torno al siglo XVI, cuando Europa se puso en cabeza del mundo. Llegó la Ilustración y con ella las ideas y la forma de ver el mundo que hoy nos son naturales. Y después, en el siglo XX, estuvimos a punto de destruirnos entre nosotros.
En el siglo XXI hemos sufrido, como el resto del mundo, una pandemia devastadora, y hace más de dos años que volvimos a escuchar con espanto e incredulidad las alertas antiaéreas de nuestros vecinos. Nada nos asegura que no vayamos a regresar al basurero de la historia, pero, si así fuera, sería una pérdida para todo el mundo. No por nuestra riqueza, que viene y va, ni por nuestro poder, que ya nunca será el de los imperios atlánticos, sino por lo que representamos para tantas personas de todo el mundo.
No siempre nos damos cuenta de que, mientras nosotros nos complacemos en nuestra autocrítica, mientras nos centramos en los visibles defectos y riesgos a los que nos enfrentamos, para muchos asiáticos, africanos y latinoamericanos Europa es un ejemplo impresionante, un logro único. Hemos hecho lo que parecía imposible: crear una entidad política de forma voluntaria que va mucho más allá de la simple asociación económica, que hunde sus raíces en la sociedad y que ha sido incluso capaz de crear una identidad.
Desde Platea hasta Verdún, desde Alesia hasta Austerlitz, desde Bailén hasta las playas de Normandía, los europeos nos hemos asesinado mutuamente a lo largo de tres mil años… salvo cuando hemos estado sometidos por algún imperio. Ahora nos hemos dado a nosotros mismos la posibilidad de la paz –y de la prosperidad que trae consigo– a través de un proyecto basado en las ideas liberales e ilustradas, en la separación de poderes, en la libertad individual, en los derechos humanos. Avanzamos sin saber siempre muy bien cómo y hacia dónde, a un ritmo en ocasiones demasiado lento, pero avanzamos. Debemos ser conscientes de hasta qué punto somos un símbolo para la humanidad.
Ahora lo vemos como una historia de éxito, pero no siempre estuvo tan claro. Se trataba de un extraño cuerpo político que, sin ser un Estado, era ya más que una simple comunidad económica. Pocos meses después de la disolución de la Unión Soviética, se firmó el Tratado de la Unión Europea en Maastricht, Países Bajos. No hizo falta movilizar tanques, ni amenazar a nadie, ni colocar gobiernos títeres. La Unión no se basaba en una ideología ni en una cosmovisión. No pretendía ser el resultado inevitable de las fuerzas de la historia, ni responder a análisis supuestamente científicos, como hacía el comunismo. Fue el afán de convivencia lo que iluminó cada uno de los pasos. Era una realidad más modesta, más contingente, de escala más humana. Pero sí se sustentaba en unas ideas y en unos principios. Netamente liberales.
Y sí, es verdad que los intereses alemanes no tienen por qué coincidir con los españoles, del mismo modo que los de Baviera tal vez no sean los mismos que los de la Baja Sajonia o los del País Vasco puedan diferir de los de Extremadura (por no hablar de las brechas entre ciudades y campo en todas las regiones del mundo, o de las que existen entre barrios dentro de las mismas ciudades). Pero las comunidades políticas se las han arreglado bastante bien a lo largo de la historia para encontrar posiciones comunes que beneficien a todos a largo plazo. Europa es un subcontinente cuyas naciones comparten muchos retos y amenazas, así como grandes oportunidades y un camino ya recorrido.
Hacia una mayor integración
Desde luego, vivimos tiempos contradictorios. Puedo asegurarles que mi lista de deseos de reforma para la Unión es bien larga. Algunos proponen que Europa se repliegue, que asegure lo que tiene, se proteja como las tortugas y espere a mejores tiempos. Yo no lo veo así. Mejorar siempre es cambiar. Podríamos estar ante una encrucijada histórica, una ocasión perfecta para dar los pasos que parecían imposibles hasta ahora. No es manía de europeísta: la lógica y la sensatez nos empujan hacia una mayor integración, y sólo la inercia, el fanatismo y los intereses creados logran obstaculizarla.
Creo firmemente que es momento de acción, de audacia, de avance. En su deslumbrante discurso de inauguración de la Feria Internacional del Libro de 2006, el escrito argentino Tomás Eloy Martínez dijo: “El libro y no la espada fue lo que creó el país. Las ficciones son nuestra rebelión, el emblema de nuestro coraje, la esperanza en un mundo que puede ser creado por segunda vez, o que puede ser creado infinitamente dentro de nosotros”.
Es el momento de que hagamos de Europa (esa ficción imposible, ese constructo inimaginable) el emblema de nuestro coraje. Feliz Día de Europa, conciudadanos: In varietate concordia.
*Beatriz Becerra es vicepresidenta y cofundadora de España Mejor. Psicóloga y escritora, es doctora en Derecho, Gobierno y Políticas Públicas. Fue eurodiputada y vicepresidenta de la subcomisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo (2014-2019)