Un vídeo muestra a una chica con aspecto de adolescente que desciende de la parte trasera de una “pick up“. Descalza, pisa el asfalto seco, las piernas ensangrentadas, las manos atadas a la espalda. Su agresor la sujeta por el pelo y grita para que todos puedan apreciar su trofeo de guerra. Se ven móviles que filman la gesta, gritos de “Alá es grande”. Una vez exhibida, el agresor la vuelve a introducir en el coche, esta vez en los asientos de atrás. Y mientras lo hace con violencia y otros se agolpan alrededor e intentan subirse también en una imagen asfixiante, se ve en la parte posterior del pantalón de la chica un cerco de sangre, la prueba de una violación.
Esa chica existe. Tiene nombre y una vida detrás. Se llama Naama Levy. Le gusta el atletismo. Tiene sueños, como cualquier joven de su edad. El suyo es viajar y ser diplomática para “construir un mundo mejor”. Es pacifista y forma parte de una organización integrada por jóvenes palestinos y americanos para tender puentes entre comunidades. Tiene 19 años y fue secuestrada por el grupo terrorista Hamás el pasado 7 de octubre.
El vídeo se hizo viral mundialmente durante unas semanas. Unos lo vieron, otros no pudieron aguantar hasta el final, algunos decidieron ni verlo para no soportar tanta crueldad contra una chica a manos de unos cobardes. Y, pasado el clamor y la indignación inicial, el mundo siguió. El nombre de Naama Levy quedó enterrado entre nuevos vídeos de actualidad.
Y ella también siguió. En manos de ellos.
Cuando se cumplen seis meses de la masacre perpetrada contra civiles inocentes en Israel, en la que murieron alrededor de 1.200 mujeres, hombres, ancianos y niños, asesinados, violados o quemados, la madre de Naama habla para Artículo14, en la plaza de los rehenes de Tel Aviv. “Espero que nunca ninguna madre o padre tenga siquiera que imaginarse lo que es saber que su hija, una pobre chica vulnerable, sea brutalmente secuestrada y violada. Espero que nadie tenga que imaginarse nunca lo que es esperar 166 días y 166 noches -184 a fecha de hoy- sabiendo que ella está ahí expuesta al peligro y a todo el daño que ellos quieran hacerle”, afirma Ayelet Levy Shachar. “Sabiendo que cada segundo es cuestión de vida o muerte”.
La última conversación que tuvo esta médico con su hija fue la misma mañana del 7 octubre, un poco antes de las 7 de la mañana, a través de unos mensajes de texto. “Le pregunté cómo estaba y me dijo que estaba en la safe room”. Naama se encontraba en el kibutz Nahal-Oz, con unas amigas. La habitación a la que hace referencia es el cuarto antimisiles del que disponen las casas o edificios en Israel en el que protegerse cuando suenan las sirenas ante la amenaza de ataque. Unas fueron asesinadas directamente, otras, como ella, capturadas después de ser violadas para ser arrastradas a Gaza con un pijama ensangrentado como única pertenencia de unión con su mundo. “Me dijo que escuchaba disparos como jamás en su vida”.
“Sabemos que no disponen de mucha comida, agua ni aire para respirar”
Ayelet no sabe nada de su hija desde entonces. Se aferra al testimonio de los rehenes liberados hace cuatro meses, que la habían visto caminando junto al resto de heridos. “No sabemos nada de acerca de cómo los tienen, sólo que no disponen de mucha comida, agua ni aire para respirar”. En la noche en la que tiene lugar esta conversación, la plaza se encuentra llena de familiares que sostienen las pancartas de sus seres queridos secuestrados, hay carpas bajo las que cogerse de las manos para cantar y mantener viva la esperanza. En una de ellas, una mujer embarazada, muy sonriente, me ofrece un asiento creyendo que soy un familiar de algún rehén. De pronto se desmorona entre lágrimas. Le aclaro que soy periodista y me cuenta que su marido está capturado. Ella acaricia su tripa, embarazada a punto de dar a luz. En cualquier punto de la plaza al que se mire, hay una persona entre tantas llorando.
Ayelet sostiene la pancarta con la imagen de su hija, una entre los demás, que se miran y apoyan como si estuvieran bajo una manta común. Allí se sienten seguros para transmitir sus emociones, contar su situación y no sentirse solos.
Fuera de esa plaza, la sensación cambia radicalmente. “No tenemos ninguna información oficial, ni de la Cruz Roja, ni de ningún organismo”, lamenta la madre de Naama. Que no entiende tampoco por qué las asociaciones feministas “no escuchan el llanto de estas niñas secuestradas”.
“Me enfada este silencio muy ruidoso del feminismo”
Ante la pregunta de qué les diría, no lo duda. Demasiadas noches en vela, de agonía, en las que “las pesadillas de mi Naama son mis pesadillas”. “Su silencio es muy ruidoso. Me enfada mucho saber que hay feminismo, movimiento Me too, denuncias, y para estas pobres adolescentes el silencio más absoluto. Les pido que alcen la voz muy alto porque mi Naama está secuestrada, callada, no puede hablar y necesita que seamos su voz”.
Confía en que las negociaciones entre Hamás y el Gobierno israelí devuelvan a los, actualmente 132 rehenes a casa. De los que 30 se cree que están muertos. Ve la luz al final del túnel en el que está su hija como una manera de mantenerla viva dentro de ella. Si esa luz se apagara sentiría que su “niña dulce y tímida” ya no estará nunca más con ella. “Espero que parte de su espíritu de atleta le ayude a mantenerse fuerte y sobrevivir. Pero me pregunto cuánto tiempo puede la mente y el cuerpo más fuerte aguantar esto día tras día”.
A día de hoy, durante ya más de 6 meses. Junto al resto de 18 mujeres, en su mayoría muy jóvenes, que se encuentran en manos de Hamás.