El filicidio, más que la violencia vicaria, es el fenómeno más trágicamente recurrente en Reino Unido en materia de muerte de menores, a manos de progenitores, o de sus parejas.
Después de que caso del conocido como ‘Baby P’ sacudiera la conciencia colectiva en 2007, cuando una cadena de errores facilitó el fallecimiento del niño londinense Peter Conelly cuando no había cumplido el año y medio, tras meses de crueldad a manos de su madre y su pareja, Reino Unido parecía haber alcanzado un punto de inflexión.
Diecisiete años después, la realidad evidencia que los propósitos de enmienda alentados desde el Gobierno central a las autoridades locales, las que, en última instancia, coordinan logísticamente los servicios sociales, ha colisionado una y otra vez con una compleja realidad en la que las adicciones, los problemas de salud mental y un sistema sobrepasado han disparado las funestas estadísticas.
Un patrón que se repite
Según datos de la Sociedad Nacional para la Prevención de la Crueldad a Niños (NSPCC, en sus siglas en inglés), al menos un menor es asesinado a la semana en Reino Unido y el patrón más común, en tres de cada diez casos, revela que el autor es alguno de los padres, o de las parejas del padre o de la madre, pero no a modo de castigo a un cónyuge, o a un ex, sino que la mayoría de episodios revela un patrón de excesos de estupefacientes y alcohol, enfermedades mentales, una psicótica ausencia de empatía y, habitualmente, la connivencia por parte de quienes tenían que proteger al menor.
Los niños de menos de un año representan el mayor porcentaje de las muertes, la mayoría a manos de sus progenitores, o parejas; frente al caso de los jóvenes de entre 16 y 24 años, cuya autoría suele corresponder a otras personas, ya sean extrañas, o del círculo personal.
Abusos y negligencias
En los últimos años, la cadena de padres y padrastros sentenciados por matar a niños pequeños, o por comportamientos pasivos que causaron su muerte, ha supuesto una constante, acuciada especialmente durante la pandemia. En los sucesivos confinamientos, se calcula que 223 niños fallecieron en Reino Unido en episodios de los que hay constancia de abuso, o negligencia.
Periódicamente, los medios de comunicación británicos, sobre todo los tabloides, llevan a sus portadas el fatídico historial que condujo a la muerte de un niño en su propio hogar, habitualmente ilustrado con la imagen de un menor, casi siempre sonriente, o en calma, una apariencia que agudiza todavía más el contraste con el relato de terror, en demasiadas ocasiones sostenido en el tiempo, sufrido a manos de su padre, de su madre, o de la pareja de alguno de los dos.
Temor al efecto anestésico
La tendencia ocurre de manera tan recurrente que hay el riesgo de que se genere un cierto efecto anestésico, donde cada historia desdibuja entre el magma de estadísticas, procesos judiciales y sentencias que, en ocasiones, difuminan el drama humano que se encuentra detrás de cada muerte.
Tan solo en 2023, Reino Unido fue testigo, entre otros, del juicio por las muertes de Jacob Lennon, de 15 meses, golpeado hasta la muerte por la pareja de su madre, quien fue también condenada por negligencia y crueldad infantil; el caso idéntico padecido por Jacob Crouch, de 10 meses; o de Finley Boden, de la misma edad de este último, fallecido un 25 de diciembre, 39 días después de que los servicios sociales lo devolvieran a sus padres, quienes lo sometieron a 130 heridas “horripilantes”.