En primera persona

“El cáncer es abominable, pero las enseñanzas que puede dejar son invalorables”

Hace tan sólo un año acabó el tratamiento. "Cuando se me terminó de caer el pelo ya había interiorizado que era en serio: la muerte puede echarnos el guante en cualquier momento"

Milagros Socorro
La periodista y escritora venezolana, Milagros Socorro Javier Cuadrado

Me hice más sabia y más tonta. Por un lado, caí en cuenta de lo obvio, de lo que tenemos garantizado desde el nacimiento, cuando empieza a descontarse nuestro tiempo: mañana podría no estar. Mañana en el sentido del día que sigue al de hoy (no ese mañana inasible en cuyos cajones están el éxito en la lotería, el castigo a nuestros enemigos y la pastilla contra la pobreza). El diagnóstico de cáncer de mama, cuando salta de una mamografía de rutina, sin que una protuberancia, enrojecimiento o palpitación alertara de algo anómalo, es como un puñetazo que iba dirigido a alguien más. No será el último, por cierto. Con variaciones según cada caso, al dictamen seguirá la prescripción de tratamientos capaces de abatir un elefante. Es entonces, cuando la certeza de la finitud se va filtrando en la mente con la lentitud y pertinacia con que gotea en las venas la quimioterapia.

Es cierto que los procedimientos y medicación contra el cáncer de mama son cada vez más efectivos y menos abrumadores, al tiempo que ha aumentado la expectativa de supervivencia. Eso, sin embargo, no le ha quitado a la palabra cáncer su reactividad ni al hecho de convertirse en paciente su trascendencia. Con los cuidados de última generación, es muy posible que se salga de eso, pero lo que sí es seguro que nunca saldremos siendo los mismos (lo pongo en masculino porque también los hombres pueden sufrirlo).

La muerte nos acecha

Cuando se me terminó de caer el pelo, incluidos cejas y pestañas, ya había interiorizado que el asunto va en serio: la muerte nos acecha y en cualquier momento puede echarnos el guante. Eso significa que había muchas cosas que debía poner en la columna de las pérdidas: proyectos, afectos, ambiciones, arreglos de cuentas, fantasías, infatuaciones… Fue un alivio. Todo quedó en perspectiva: la mitad de las cosas perdieron del todo su importancia y la otra mitad quedó en remojo, a punto de hacerse ingrávida también. Ahora lo importante era vivir de hora en hora. O de día en día, que tampoco soy el Dalai Lama. Por ese camino me hice más lista. Ahora aprecio más mis propias características, me doy menos látigo; si no quiero leer ese libro, lo cierro ya; si no quiero ver a esa persona, no hay fuerza humana que me haga ir a su encuentro (y me zafo sin herir sus sentimientos o, al menos, con el máximo intento de no hacerlo, porque, además, me he vuelto más comprensiva con los demás); y si alguien me ha lastimado, me alejo y ya, no vuelvo a pensar en eso; si necesito descansar un poco, me lo permito y si me apetece dar una caminata a cualquier hora, me cambio de zapatos y a la calle. Nunca había experimentado le sensación de ser feliz tantas veces en una semana como después de haber pasado por quimioterapia, cirugía y quince sesiones de radioterapia (a las que fui con la respiración contenida, porque había visto a mi padre vapuleado por las radiaciones, que le quemaron la piel, le produjeron confusión y pérdida de memoria, sin que cediera un ápice su galopante linfoma no hodgkin).

Las lecciones del cáncer

No creo que exista una sola persona que agradezca a la vida haber tenido cáncer porque este trajo importantes lecciones. El cáncer es abominable, por mí podría desaparecer de la faz de la tierra en este mismo instante, pero las enseñanzas que puede dejar son invalorables. Lo han sido para mí, que ahora no lamento pesadeces, descortesías, pantalones apretados (bueno, esto sí, no tanto, pero sí), maletas perdidas ni desamores. Ahora todo llega envuelto en algodones, minimizado, acallado. Total, me digo a cada rato, para que fulano me desaire, tengo que estar viva; y lo estoy.

Milagros

La periodista y escritora Milagros Socorro en la sede de Artículo14

Un aspecto tengo en proceso. No he logrado superar los vacíos de quienes hubiera querido que estuvieran cerca. Cualquiera entiende que no todo el mundo tiene herramientas emocionales para acompañar al sufriente. Algunos no saben qué decir, otros sucumben al temor, a la vergüenza por haberse enterado tarde, también están los que temen molestar, ser inoportunos… Pero resulta que, así como las dificultades compartidas unen a quienes se arriman para apechar juntos, los extravíos separan. Como ahora soy más sabia, soy consciente de que no debo ser tonta, así que intento retomar los cariños en el punto donde quedaron cuando la doctora me llamó por teléfono para decirme: «Regrese al hospital ahora mismo, hemos detectado algo que no nos gusta y debemos hacer otra prueba». No lo logro. Es como si ahora hablara una lengua que solo comparto con quienes estuvieron cerca. Es como si ahora supiera algo, un secreto, un arcano, que me aparta de quienes no lo saben. No tengo malquerencia, pero ya no es lo mismo. Ahora la cercanía es más simbólica, más lisa, más resbaladiza.

Terminé el tratamiento de cáncer de mama hace un año. Con la excepción de levantar pesas para reforzar la masa muscular, hago todo lo que me indican los médicos. Soy un dechado. Pienso que esta nota carece de la fuerza y la expresividad que debería tener una pieza confesional de un sobreviviente, pero aun así la voy a voy a entregar a mi periódico. Estoy viva, quizá mañana lo haré mejor. Y si no, bueno, he disfrutado garrapatear estas líneas y sentir por la ventana el suave sol del otoño madrileño.