Opinión
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El 11-S israelí

Familiares de las víctimas asesinadas por Hamás en el festival de música Supernova se reúnen en el primer aniversario del ataque terrorista este lunes 7 de octubre. EFE/ Abir Sultan

Las consecuencias políticas y de seguridad de los atentados del 7 de octubre de 2023 han marcado un punto de inflexión estratégico para Oriente Próximo. Israel se ha embarcado en una guerra de desgaste contra sus enemigos que podría extenderse desde Gaza hasta Teherán, pasando por Cisjordania y Líbano. La escalada ha comenzado y aún no parece sustentarse en una estrategia política realista.

Las conexiones entre todos los actores del conflicto tras el 7 de octubre se hacen eco de las ambiciones cada vez más inextricables del «eje de resistencia». Como recordatorio, esta vieja expresión, que se remonta a las secuelas del 11-S, incluye desde el 7 de octubre a Hamás, Hezbolá, la Siria de Bashar Al-Assad, el Irak chií, los Houthistas de Yemen e Irán. Un eje contra Israel.

Considerado a la vez la causa y parte de la solución de los males de la región, Estados Unidos está más fijado que nunca en Oriente Próximo, para la satisfacción de rusos y chinos. En este paisaje donde lo peor siempre es posible, los europeos parecen impotentes e inaudibles.

Las perspectivas de un alto el fuego entre Israel y Hamás, ya de por sí escasas, se han esfumado con la toma por el ejército israelí del corredor de Filadelfia, que discurre a lo largo de la frontera entre Egipto y la Franja de Gaza. El nombramiento de Yahya Sinwar como jefe de Hamás, tras la eliminación de Ismaël Haniyeh, no hace sino reforzar esta situación al confirmar el creciente poder del ala dura del movimiento.

Para el primer ministro israelí, una posible retirada del corredor de Filadelfia, considerado un paso altamente estratégico, parece impensable mientras Israel no obtenga un acuerdo con El Cairo que satisfaga sus exigencias de seguridad. En consecuencia, las incesantes rondas de negociaciones sobre un alto el fuego en la Franja de Gaza, parecen continuar sólo para mantener la ilusión de un compromiso diplomático, especialmente por parte de Estados Unidos.

En cuanto al Hezbolá libanés, desde entonces se ha visto inmerso en una escalada con Israel de la que ha perdido el control. Atrapado entre la necesidad de dar credibilidad a su apoyo a la causa palestina y su negativa explícita a entrar en una guerra total contra Tel Aviv, el movimiento es extremadamente vulnerable. Su lógica de respuesta gradual se ha visto socavada por el giro que han tomado las operaciones israelíes desde el 17 de septiembre (sabotaje contra sus herramientas de comunicación, eliminación de varios dirigentes, entre ellos el comandante de su fuerza de élite Radwan, ataques masivos contra sus infraestructuras y su arsenal, pero también contra zonas pobladas), que han asestado un duro golpe a su capacidad de combate y han puesto al movimiento contra la pared.

Por su parte, los dirigentes israelíes siguen queriendo desconectar los frentes palestino y libanés y afirman que no quieren una guerra a gran escala en su frontera norte a menos que se vean obligados a ello. En realidad, es una guerra de desgaste la que libra Israel, que no se molesta en tener en cuenta los daños civiles que pueden causar los llamados ataques «selectivos».

Sin embargo, se plantean dos cuestiones. La primera es cómo se gestionará esta escalada a corto y medio plazo por las dos partes, y la naturaleza de la confrontación. La segunda son las intenciones estratégicas de los responsables israelíes a largo plazo y el riesgo de extender la guerra a Irán.

Teherán no debería intervenir directamente contra Israel para evitar caer en la trampa de una guerra total. Pero ¿hasta qué punto Israel no espera en última instancia eliminar al «peón» de Hezbolá para recuperar la ventaja de la disuasión frente a Irán, o incluso para evitar los riesgos de una guerra en varios frentes en caso de un futuro enfrentamiento con Teherán? La futura secuencia de guerras debería depender de la respuesta de Hezbolá, pero también de si Estados Unidos da un cheque en blanco a Israel. A menos que Tel Aviv se haya convencido desde el 7 de octubre de que tarde o temprano tendrá que atacar directamente a sus enemigos, sea cual sea el coste para la región.

Por el momento, no cabe duda de que los éxitos tácticos de Israel le dan ventaja. A largo plazo, sin embargo, estos logros tendrán dificultades para traducirse en una victoria estratégica. Aunque no cabe duda de que Israel está acorralando a sus enemigos, nada garantiza que Hezbolá y Hamás acaben capitulando.

Al final, no parece haber más solución duradera que el desgaste, cuyos efectos seguirán alimentando sentimientos de venganza (tanto en las filas chiíes como suníes) que acabarán explotando, como en los Territorios Palestinos, en toda la región. Más allá de los riesgos de una guerra regional, la guerra de Gaza no ha hecho sino exacerbar las tensiones a las que ya estaban sometidos la mayoría de los países. En el Líbano, es la fragilidad endémica del Estado la que permite a Hezbolá decidir por sí solo si habrá paz o guerra para todos los libaneses.