Un año después de la guerra en Gaza, no solo ha cambiado el paisaje de la hermosa ciudad costera, sino también las caras y los recuerdos de sus habitantes. Los niños han envejecido prematuramente y han dejado de soñar. Esta guerra, la más cruel de nuestro tiempo, ha causado hasta el momento más de 131.000 víctimas palestinas, entre muertos y heridos, en su mayoría niños y mujeres. Además, más de 10.000 personas están desaparecidas, y más de un millón y medio han sido desplazadas, sin contar la devastación de la ciudad, el hambre y el asedio.
En Artículo14 hablamos con Aya Al Wakeel, abogada de 32 años y activista de derechos humanos en la Unidad de la Mujer del Centro Palestino de Derechos Humanos. A pesar de la guerra en Gaza, Aya nunca ha dejado de luchar. Siempre ha sido una firme defensora de los derechos humanos y los derechos de las mujeres, pero con el inicio del ataque a Gaza en octubre del año pasado, se enfrentó a retos sin precedentes. Desde el primer bombardeo, supo que esta guerra no sería como las anteriores.
La extensa conversación con Aya está cargada de crudeza, a pesar de que ella comparta sus recuerdos con calma y amabilidad.
Octubre
“Al principio, teníamos miedo de lo que pudiera pasar. Cuando bombardearon el barrio de Al-Rimal, vi cómo casi todas sus casas y torres caían ante mis ojos”.
El 13 de octubre se anunció la necesidad de evacuar el norte de Gaza, lo que provocó una ola de pánico entre los civiles. “Nos reunimos en nuestra comunidad y decidimos no marcharnos. No queríamos repetir la Nakba de 1948”. Sin embargo, días más tarde, el 18 de octubre las cosas cambiaron cuando un vecino recibió una advertencia directa del Ejército israelí para abandonar la zona. Con la voz llena de dolor, Aya relata: “Bajamos al sótano, pensando que estaríamos a salvo. Pero cuando el bombardeo se acercó, escuchamos cristales romperse, el crujido del edificio y comenzó el polvo caer sobre nosotros. Bombardearon nuestra casa, y sobrevivimos de milagro”.
Aya continúa: “Escapar fue como una pesadilla. No sé cómo salimos del edificio. Corrimos hacia la casa de unos vecinos, corríamos, respirábamos polvo, vimos la muerte cara a cara, llegamos a casa de los vecinos… Y de repente, me encontré bajo los escombros. Pensé que iba a morir, que era mi final. El edificio fue bombardeado por un avión F-16, pero por suerte, el misil explotó en un apartamento cercano y no en el nuestro. No morimos en el acto pero todo el edificio se derrumbó sobre nosotros. Permanecimos bajo los escombros hasta que llegó la ayuda. Fueron momentos extremadamente duros, como si nuestro mundo hubiera terminado en segundos. Las ambulancias no podían llegar debido al bombardeo continuo. Intentamos mantenernos en silencio, inmóviles, temiendo que los aviones regresaran para atacarnos de nuevo. De hecho, lanzaron bengalas para ver si había supervivientes y bombardearlos. Después de que cesaron los sonidos de los aviones, nos trasladaron al hospital Al Quds, donde pasamos una noche. A la mañana siguiente, fuimos a refugiarnos a casa de mi hermana, que vivía cerca del hospital Al Shifa. El bombardeo era implacable; incluso el hospital Al Quds estaba amenazado, lo que obligó a sus ocupantes a buscar refugio en otros lugares. Seguimos desplazándonos de casa en casa, de hospital en hospital, buscando seguridad”.
“El miedo a la muerte lo dominaba todo”
Aya describe aquellas largas noches entre el hospital Al Shifa y las casas de amigos y familiares, en un intento desesperado por sobrevivir. “Dormíamos durante el día en casa de mi hermana y por la noche nos refugiábamos en los hospitales. Creíamos que serían zonas seguras, hasta que dejaron de serlo. No se podía dormir con las explosiones constantes. El miedo a la muerte lo dominaba todo. No comía, no dormía, no bebía agua, para no tener que ir al baño, que todos en el hospital compartían. Desde el primer mes de este exterminio, mi salud empezó a deteriorarse. También temía por mi madre, enferma de cáncer, que temblaba de miedo; mientras escapar con mi padre, en silla de ruedas, era extremadamente difícil. Cada noche vivíamos bajo la amenaza de los bombardeos. Incluso los misiles se convirtieron en parte de nuestra rutina diaria”.
Noviembre
El 8 de noviembre, Aya y su familia tuvieron que abandonar el hospital Al Shifa y trasladarse al barrio de Al Tuffah tras escuchar que los tanques israelíes se acercaban a la zona de Al Ansar, cerca del hospital. Solo dos días después, el 10 de noviembre, el Ejército israelí asaltó Al Shifa por primera vez, cometiendo atrocidades contra pacientes y médicos. La familia se sintió afortunada de haber abandonado el hospital justo antes de esa incursión.
“Con los rumores sobre una tregua, mi familia comenzó a albergar la esperanza. Mi madre necesitaba tratamiento para su cáncer, pero tenía mucho miedo de viajar hacia el sur para recibir atención, por los relatos de francotiradores israelíes que mataban a civiles a sangre fría. Pese a ello, nos separamos y ella de alguna forma consiguió llegar a Rafah para tratarse, acompañada de uno de mis hermanos”.
Durante esa breve respiro de la tregua de noviembre, Aya aprovechó para intentar recuperar de los escombros algunas de sus pertenencias. También consiguieron algo de harina de unos familiares, algo casi milagroso en la zona de Al Shifa, que sufría una grave escasez de agua y alimentos después de que el Ejército israelí bombardease las panaderías en octubre.
Diciembre
“Pero al terminar la tregua a principios de diciembre, apenas un minuto después de su finalización, el bombardeo se intensificó de forma violenta. Aquella noche fue una de las más brutales desde el inicio de la guerra, y el bombardeo no cesó en ningún momento”. Durante esos días, el Ejército israelí arrasó los barrios de Shuja’iyya y Zeitoun, causando un gran número de muertes entre los civiles. El ejército instó a los habitantes a huir del este de Gaza hacia el oeste, pero no había lugar seguro al que escapar. La devastación era total y la situación aterradora, sin rutas seguras para huir.
“Tuve que empezar a beber agua contaminada”
“En todo diciembre, intenté mantenerme fuerte y evitar pensar en la posibilidad de perder a algún miembro de mi familia. Las condiciones eran extremas, hacía frío, no había agua potable y el asedio era tan severo que apenas entraban alimentos. Finalmente, tuve que empezar a beber agua contaminada, mi salud empeoró y todo eso agravó aún más las dureza de esas circunstancias inhumanas”.
Enero de 2024
“A principios de enero, me sentía totalmente desconectada del mundo y solo centrada en mi lucha constante por sobrevivir a la muerte. Las comunicaciones estaban cortadas pero me subía al techo del hospital Al Shifa para conseguir una pobre conexión a internet. Intentaba seguir con mi trabajo, comenzamos en nuestra organización a discutir posibles proyectos y lo que podríamos hacer en esas circunstancias. Empecé a realizar encuentros con mujeres para seguir sus casos en el hospital Al Shifa, y llevamos a cabo sesiones de apoyo psicológico en el norte del territorio, ya que yo era la única de nuestra organización presente en esa zona. En esas sesiones, lloramos juntas, nos abrazamos, escuchamos las historias de otras mujeres y lo que habían pasado. Son relatos aterradores que aún recuerdo: una mujer que sufrió un aborto espontáneo y no pudo acudir al hospital o al médico, o una madre a la que ejecutaron a todos sus hijos frente a ella. Violaciones de derechos inimaginables. Intentábamos dar voz a estas mujeres y ayudarlas de cualquier manera posible. Nos convertimos en una red de mujeres colaboradoras. Yo ya no brindaba asesoría legal como abogada, sino apoyo psicológico y humanitario”.
“Durante ese tiempo de hambruna, en ocasiones perdíamos la capacidad de hablar por el cansancio y el hambre. Nos comunicábamos llorando, riendo o intercambiando recetas de comida adaptadas a la escasez. Las mujeres nos contaban sobre alguna hierba que encontraban e inventaban una nueva receta para sus hijos”.
Febrero
“En febrero, continuábamos sobreviviendo a base de agua y hierbas salvajes, porque no había otra cosa que llevarse a la boca. También, de manera espontánea, creamos una red de apoyo entre mujeres para ayudar a personas enfermas, para conseguir productos de higiene femenina, que escaseaban. Intentábamos asistir a aquellas mujeres que habían perdido todo y no tenían a nadie. La hambruna fue terrible y brutal, así recuerdo febrero”.
Marzo
“El hambre, los bombardeos y los asesinatos continuaban, pero lo que más recuerdo es cuando una noche nos despertaron los gritos de la gente que corría hacia el mar, clamando ‘¡Harina, harina!’. Recuerdo a las personas caminando desde el hospital Al Shifa a la luz de los móviles, corriendo hacia los sacos de harina. Lloré junto a mi familia”… recuerda Aya entre lágrimas que contagian.
“La sangre se mezcló con la harina”
“Es una escena que no olvidaré nunca. Lloré hasta el amanecer. Lo primero que quise hacer fue asegurarme de que las mujeres de nuestra red de apoyo habían conseguido algo de harina. Ese día fue de celebración, todos estaban haciendo pan o galletas, compartiendo comida y felicidad. Pero la noche siguiente, Israel bombardeó a los civiles mientras iban a recoger más sacos. La sangre se mezcló con la harina. Nuestra alegría se convirtió en dolor y en masacre. Una de las mujeres me dijo: ‘No me puedo imaginar comer harina después de esto’. La imagen de la sangre mezclada con la harina era surrealista, dolorosa, cargada de injusticia y opresión. Israel mató a más de 100 personas e hirió a más de 250, que solo esperaban recibir ayuda en el norte de Gaza… Los mataron para que no pudieran obtener un poco de harina. Esta fue la masacre de la harina”.
“El 18 de marzo, mi padre, que estaba postrado en cama, me despertó para que le ayudara a ir al baño, pero de repente se escuchó un intenso tiroteo desde un tanque justo en la puerta de nuestra casa. Nos refugiamos todos en una habitación, creyendo que íbamos a morir. Estaban justo en la puerta de la casa de mi hermana, donde nos alojábamos. El objetivo era el hospital Al Shifa, que estaba siendo atacado. Me preocupé por las mujeres que asistían a nuestras sesiones. El cerco era implacable. Las fuerzas de ocupación empezaron a disparar a cualquiera que estuviera en la calle, ejecutándolos a sangre fría. Le pedí a mi padre que rezara para que mis hermanos no resultaran heridos. Recuerdo a mi pobre padre, entre lágrimas él, diciéndome que no llorara”.
“Los soldados israelíes rodearon nuestra casa. Vi desde una ventana una fila de hombres con los ojos vendados; algunos fueron ejecutados, y el destino de muchos otros sigue siendo desconocido. Tenía mucho miedo por mis hermanos. De repente, vi un incendio en la casa. Los soldados israelíes habían lanzado una bomba de fósforo. Teníamos dos opciones: tratar de apagar el fuego y revelar a los soldados que estábamos allí, o quedarnos expuestos al gas del fósforo. Nos tapamos la cara con telas húmedas para protegernos, intentamos arrinconarnos, no hacer ruido y movernos lo menos posible para que los soldados no supieran que estábamos vivos. Teníamos miedo de que los niños lloraran o hicieran algún sonido que nos delatara. Mi padre, con muchas dificultades para moverse por su discapacidad, inhaló mucho gas. Fueron momentos de terror. Y pasaron así catorce días en los que apenas comimos unos pocos dátiles, compartidos entre nosotros y otros vecinos. No olvidaré nunca a mi padre llorando durante esos catorce días, lágrimas que condensaban toda su vida. Fue un cerco asfixiante”.
Abril
“En abril, finalmente, incluyeron a mi padre en la lista de enfermos que podían salir de Gaza para recibir tratamiento en Egipto, y yo lo acompañaría. Mi padre aceptó marcharse con esperanza de poder ver a mi madre, que también había conseguido autorización para salir a Egipto y estaba recibiendo tratamiento oncológico allí. El camino hacia la frontera fue difícil, lleno de escombros y piedras. Íbamos agotados, entre lágrimas, llevando banderas blancas, yo empujaba la silla de ruedas de mi padre. El paisaje era devastador, no reconocía los lugares donde había crecido, solo el mar me era familiar. Aunque no quería dejar Gaza, estaba obligada a acompañar a mi padre enfermo. La sensación de dolor físico era tal que casi no podía caminar”.
“Al llegar a la frontera, los soldados israelíes nos dispararon una ráfaga y nos ordenaron retroceder. Lo intentamos de nuevo al día siguiente, y nos volvieron a disparar. Estábamos agotados y empezábamos a perder la esperanza. Finalmente, tras varios intentos, llegamos al paso fronterizo. Los soldados nos sometieron a un exhaustivo registro, revisaron mi móvil y me hicieron muchas preguntas sobre mi trabajo. Cruzamos la frontera a pie durante dos horas, con el mar como único testigo de nuestro éxodo. Nunca imaginé que tendría que abandonar mi ciudad de esta manera, en esas condiciones”.
Mayo
“Ya a su llegada a El Cairo, mi padre estaba gravemente enfermo, y los médicos diagnosticaron una grave infección pulmonar por inhalación de fósforo. Falleció el 16 de mayo en el hospital”.
Junio, julio y agosto
“Pasé los días siguientes en un estado de dolor y negación. Desde entonces mi madre sigue luchando contra el cáncer en Egipto, y yo no he regresado a Gaza. Pero mi corazón sigue allí, con mi familia y mis amigos. Sigo las noticias con tristeza e impotencia. Las masacres continuaron en junio y julio. En agosto, muchos de mis amigos fueron asesinados”.
Septiembre
En septiembre, “intenté hacer memoria de todos los seres queridos que había perdido, pero tuve que detenerme porque me estaba volviendo loca. La ocupación israelí ha destruido Gaza y ha matado a nuestra gente, que siempre fue alegre y amante del mar”.
Octubre
“Se cumple un año de esta guerra genocida, y nadie ha hecho nada para detener lo que está sucediendo. Las escenas que vivimos están grabadas en mi corazón para siempre. Mi padre fue asesinado por esta guerra, junto a muchos de mis seres queridos y amigos. Entré en esta guerra siendo una mujer alegre y risueña, pero ahora soy frágil, triste, llena de imágenes que me hacen llorar todas las lágrimas del mundo cuando las recuerdo”.
Hoy en día, pese a todo lo que ha vivido, Aya sigue encontrando fuerzas para documentar las violaciones de derechos humanos y recopilar los testimonios de mujeres que han atravesado experiencias similares. Aunque desplazada en Egipto, su voz no ha dejado de resonar por ellas a través de informes y documentos que denuncian las atrocidades sufridas. “Esta guerra ha cambiado muchas cosas en mi vida”, dice Aya, “pero me ha dado aún más determinación para seguir luchando por los derechos de las mujeres que lo han perdido todo”.