Cuando Diane Abbott consiguió su escaño por primera vez en el Palacio de Westminster, allá por 1987, la diputada laborista generó varias grietas en el techo de cristal de la correosa política británica, tradicionalmente dominada por hombres, pese a que, por entonces, Margaret Thatcher acumulaba ocho años en el Número 10 de Downing Street y acababa de ganar sus terceras elecciones consecutivas. Con 33 años, Abbott, hija de migrantes jamaicanos, formaba parte de la minoría marginal de 41 diputadas en una Cámara de los Comunes de 650 asientos, pero lo que la hacía única es que era la primera mujer negra que se sentaba en el Parlamento de Reino Unido.
Nadie en el Laborismo cuestiona la relevancia histórica de Abbott y las barreras que ha tenido que superar por motivos de raza y sexo, así como el desprecio vitriólico que, en muchas ocasiones meramente por su color de piel y por su posición en un sistema intrínsecamente clasista, ha afrontado durante de décadas, con un nivel de abuso que, como ella misma ha confesado, ha alcanzado grados alarmantes desde la eclosión de las redes sociales.
A la izquierda del Laborismo
Sin embargo, en los tiempos de cambio que, según la demoscopia, soplan al norte del Canal de la Mancha tras catorce años de hegemonía ‘tory’, el posicionamiento ideológico de Abbott, identificada con el sector más a la izquierda del Laborismo y próxima al dirigente anterior, Jeremy Corbyn, tiene más difícil encaje.
De acuerdo con su versión, el líder del partido, Keir Starmer, señalado por todos los sondeos como próximo primer ministro británico, habría intentado vetarla a la hora de revalidar su escaño por la circunscripción de Hackney North and Stoke Newington, situada en el distrito londinense de Hackney, donde, según los datos más recientes del censo, el 55 por ciento de la población no es blanca.
Primer debate
Tras complicada semana, en la que la discordia monopolizó la campaña, Starmer negó haberla bloqueado, y se escudó en las normas procedimentales de selección de nombres que, en última instancia, aprobará el Comité Ejecutivo Nacional (NEC, en sus siglas en inglés), la cúpula del partido. Por todos era sabido, no obstante, que él tenía la última palabra, puesto que cuenta con mayoría en el panel de 28 miembros del NEC que el martes 7 de junio, coincidiendo con el primer debate electoral televisado, ratificarán a los aspirantes a un asiento en Westminster.
El rompecabezas de Abbott tampoco era nuevo, y el propio Starmer había intentado evitarlo, hasta que el inesperado adelanto de las elecciones, fijadas para el 4 de julio, obligó al Laborismo a acelerar el proceso de nombramiento de candidatos. No en vano, Abbott había sido suspendida en abril del año pasado por declarar, en una carta al dominical ‘The Observer’, que los judíos no habían sufrido el alcance del racismo padecido por la comunidad negra. Para una formación que trataba de sacudirse el estigma del anti-semitismo durante el mandato de Corbyn, según probó formalmente un informe de la Comisión de Igualdad y Derechos Humanos en octubre de 2020, cualquier cuestionamiento al respecto era anatema, por lo que Abbott fue suspendida del partido.
Retirada digna
De nada sirvió que ella misma reconociese el error, se disculpase y alegase que la misiva era un borrador, el daño estaba hecho: tuvo que hacer un curso de concienciación sobre el anti-semitismo y, tras una investigación interna, fue readmitida en el grupo parlamentario, aunque la confirmación no llegó hasta hace unos días. La clave esta semana era, por tanto, su futuro: el círculo de Starmer hubiera preferido que Abbott optase por una retirada digna, pero esta había avisado de que trataría de mantener su escaño, “sea como sea”, es decir, que no habría descartado seguir los pasos de Corbyn (suspendido desde el informe sobre el anti-semitismo) y presentarse a las elecciones como independiente, batallando contra las siglas a las que había representado en el Parlamento durante décadas.
El episodio no supone un caso aislado en un partido en el que, con el poder prácticamente en la punta de los dedos, han aflorado de nuevo las divisiones internas. Starmer ha sido acusado de imponer una purga del sector más a la izquierda, bloqueando a candidatos próximos a Corbyn para poner a figuras de su entorno en circunscripciones seguras para el Laborismo. La narrativa, a priori, tampoco constituiría un contratiempo excesivo para un líder que quiere demostrar que ha cambiado a la formación y que no le tiembla la mano a la hora de imponer disciplina, pero la crisis ha hecho también que las tensiones internas centren más atención que las propuestas de campaña.
Evitar un motín
Con la luz verde definitiva, Starmer logró contener el disenso, antes de que les estallara en las manos, al asegurar que Abbott era libre de presentarse al 4 de julio. Tras los titubeos iniciales, la decisión evita un motín que amenazaba con consecuencias mayores, sobre todo, después de que la número dos del Laborismo, Angela Rayner, fuese la primera en desafiar públicamente la supuesta línea oficial, confesando que no veía “ningún problema” para que Abbott se presentase de nuevo; una intervención tampoco excepcional, dado el malestar provocado entre las bases y en el propio grupo parlamentario.
Y es que su contribución a la diversidad en la política británica es innegable y su aportación en la ampliación de la representación tradicional en la vida pública tiene eco en la actualidad, desde en el Número 10, donde Rishi Sunak, de origen indio y religión hindú, sustituía hace año y medio a Liz Truss, tercera ‘premier’ mujer de la historia; como también en las demás naciones británicas: Gales cuenta con un jefe de Gobierno mestizo, Vaughan Gething, nacido en Zambia; Escocia tuvo hasta hace semanas al frente del Ejecutivo a Humza Yousaf, musulmán descendiente de migrantes de Pakistán; y en Irlanda del Norte la máxima responsabilidad del gabinete de unidad la ocupan mujeres, la republicana Michelle O’Neill y la unionista Emma Little-Pengelly.