La autopsia de lo que las generales británicas del 4 de julio han dejado del otrora poderoso Partido Conservador supone probablemente la mejor metáfora de 14 años de reinado tory. La que hasta hace poco era una máquina de ganar ha quedado transformada en un reflejo deformante de lo que fue, fagocitada por sus propios escándalos, hundida por su querencia por el regicidio y fragmentada por las luchas cainitas de facciones incapaces de comprender que estaban condenadas a entenderse.
Si bien es cierto que ninguna formación había logrado nunca en la historia de Reino Unido cinco victorias electorales consecutivas, la formación no ha sido víctima pasiva del ciclo natural en política, su infausto hundimiento no es el resultado de la mera alternancia de poder, sino de un acto de inmolación colectiva. Durante años, los tories habían sobreestimado su suerte y subestimado el peaje que su psicodrama se estaba cobrando en la conciencia colectiva británica.
Como consecuencia, el Reino Unido de 2024 es un país considerablemente más débil que hace 14 años, cuando David Cameron, por entonces el primer ministro más joven en dos siglos, aplicó un pragmatismo impensable en los últimos tiempos, sellando, por primera vez desde la II Guerra Mundial, un Gobierno de coalición con los liberal-demócratas. Quizá fue, precisamente, esta fortuna que parecía siempre estar del lado de Cameron la que sembró la semilla de la que brotaría la sensación de invulnerabilidad que acabaría provocando la posterior implosión en las siglas que más tiempo han ostentado el poder en el Reino Unido.
Los conservadores tentaron a la suerte, desafiaron la lógica electoral y este 4 de julio lo han pagado con el más doloroso correctivo. El primer mandatario tory del siglo XXI se la jugó, y ganó, con el plebiscito de Escocia; obtuvo en sus segundas generales, en 2015, una mayoría absoluta que ni él esperaba, pero lo que no había anticipado era la caja de Pandora que abriría con el referéndum de continuidad en la Unión Europea. Aquel 23 de junio de 2016 marcó un antes y un después, no solo en el destino de la sexta economía mundial, sino en el ADN de una formación que sustituyó el aura de estabilidad y competencia económica por tramas de corte shakespeariano, instalada en la conspiración, la insurgencia interna y el descabezamiento sistemático de sus líderes.
Como el retrato de Saturno devorando a sus hijos, de Francisco de Goya, uno tras otro, quienes se dejaron seducir por el influjo del Número 10 cayeron víctimas de un cáliz envenenado que acabó convirtiendo a uno de los partidos de referencia de la derecha europea en objeto humillación en casa y de mofa internacional.
Cada premier tuvo su penitencia: Cameron, por creerse invencible y envidar con los cimientos del armazón institucional; Theresa May, segunda mujer en residir en Downing Street, por su incapacidad de aunar un consenso de mínimos en torno al Brexit; Boris Jonhson, por los escándalos, las mentiras, la desconsideración por las normas y tener su progreso personal como único credo; Liz Truss, por 49 días de caos que hacen del tercer nombre femenino en la historia del Número 10, el más breve también; y por último, Rishi Sunak, porque, además de evidenciar una ausencia de visión política, heredó un enfermo terminal, imposible de traer de vuelta a la vida.
La travesía en la oposición será árida y prolongada, pero la huella más letal no está tras los muros del Palacio de Westminster, ni en el complejo institucional que se erige en Downing Street. Los 14 años de dominio tory en el arranque de milenio no solo serán recordados por la herida auto-infligida del Brexit, una decisión que, según datos del propio Gobierno, dejará una dentellada de un 4% en el PIB británico y que ha reducido sensiblemente el peso del Reino Unido en el panorama geopolítico internacional.
La señal más palpable es en el estado de un país que no solo ha castigado a su clase dirigente por las conjuras palaciegas, sino por un declive irrefutable, que hace de la pasada legislatura la primera en la historia en la que los estándares de vida son peores que cuando comenzó. Más allá de luchas de poder, personalismos y hogueras de vanidades, los conservadores dejan una economía estancada; una reducción dramática de los servicios públicos y un severo recorte de gasto en el sistema del bienestar, que además de consecuencias sociales, ha deteriorado peligrosamente la sanidad pública, antaño uno de los grandes orgullos británicos.
El sacrosanto Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas en inglés), pese a estar, teóricamente, a salvo de los tijeretazos, no ha experimentado una mejora de financiación acorde y las listas de espera están en niveles récord. Por si fuera poco, la bajada de gasto no se limitó al ámbito social, sino que también a la inversión, y el saldo de la gestión financiera tampoco resulta favorable para los tories: si habían llegado al poder con la promesa de restaurar el orden de las arcas públicas, en la actualidad, la deuda pública está en el 100% del PIB y, pese a las alertas de la bomba fiscal que durante la campaña atribuían a un potencial Ejecutivo laborista, la carga tributaria se encuentra en su nivel más alto en 70 años.