El Gobierno británico alcanza este fin de semana el hito de los cien días de gracia, pero lejos de una luna de miel, su estreno ha sido una travesía de altibajos, errores evitables y reestructuraciones estratégicas, más propias de administraciones que sufren el ineludible desgaste de años en el poder. La entrada de Keir Starmer en el Número 10 de Downing Street el 5 de julio transmitía una imagen de depuración política, tras 14 años de hegemonía conservadora y 24 vertiginosos meses en los que Reino Unido llegó a tener tres primeros ministros diferentes. Si bien Starmer ha logrado ya duplicar el mandato de una de ellos, Liz Truss, ha descubierto también que ni la mayor victoria electoral en casi tres décadas logra mitigar el profundo impacto del escrutinio personal, los estándares y las expectativas que demanda la residencia oficial.
Los primeros lances del Ejecutivo eran prometedores: el gabinete con más mujeres de la historia, la primera vez que el Ministerio de Economía tenía nombre femenino y una vocación reformista que encajaba a la perfección con la era de cambio que se acababa de abrir. El aterrizaje para Starmer no solo fue, inicialmente al menos, suave, sino que tuvo la oportunidad de proyectar la sensación de que Reino Unido volvía a tener un Gobierno serio: cumbres internacionales como la de la OTAN en Washington, o la de la Comunidad Política Europea en el condado de Oxford, donde el nuevo primer ministro ejerció de anfitrión, contribuyeron a afianzar esa percepción de profesionalidad tan conveniente para un país que parecía dejar atrás los años turbulentos del Brexit y de la pandemia.
De hecho, la primera gran prueba de fuego para Starmer fue, probablemente, la que mejor respondía a su perfil. A final de julio, la desinformación en las redes y el combustible de la extrema derecha desencadenaron una oleada de disturbios en gran parte del país, tras la circulación de bulos que atribuían a un migrante en situación irregular el apuñalamiento múltiple que se había cobrado la vida de tres niñas de entre seis y nueve años en la localidad de Southport (noroeste de Inglaterra). Para un dirigente que, antes de saltar a la política, había sido director de la Fiscalía y que había gestionado una crisis similar en 2011, el trance le permitía desplegar sus puntos fuertes y la ciudadanía aprobó mayoritariamente su gestión, incluyendo su decisión de cancelar sus vacaciones familiares para supervisar la evolución de los acontecimientos.
Sin embargo, la creciente impresión de falta de materialización de ideas, reforzada por la cuestionada decisión de esperar hasta final de octubre para presentar los primeros presupuestos (cinco meses es un plazo extraordinariamente prolongado en el Reino Unido para una administración nueva), comenzó a erosionar la imagen de un Ejecutivo que no parecía saber cómo ejecutar la agenda reformista prometida durante la campaña. Impopulares decisiones como retirar la universalidad de las ayudas para la calefacción a los pensionistas, o el mantenimiento del controvertido límite de las prestaciones sociales por hijo a dos descendientes, una de las medidas más identificadas con la austeridad tory, contribuyeron al desencanto, por lo que, cuando llegó la primera gran polémica, Starmer ya estaba tocado.
Tras años denunciando en la oposición la conducta de los conservadores, especialmente la laxitud ética de mandatarios como Boris Johnson, el primer ministro encontró serias dificultades para explicar dádivas como entradas gratuitas para Taylor Swift, carreras de caballos, miles de libras en trajes y gafas para él, o un contrato para alquilar ropa para su mujer, Victoria. Pese a no ser un problema de legalidad, puesto que Starmer no vulneró ninguna norma y las donaciones, siempre que sean formalmente declaradas, son aceptables en el sistema británico, el conflicto entraña peligro porque es de óptica.
En política, las apariencias importan y cuando un líder basa su ataque en la contraposición entre su propia honorabilidad y el proceder ético de sus rivales, cualquier decisión por debajo de estos estándares auto-impuestos se convierte en arma. Que Starmer anulase la partida para mantener calientes en invierno los hogares de los mayores, pero aceptase entradas de miles de libras en eventos no dice, necesariamente, nada de la acción del Ejecutivo, pero transmite un mensaje incómodo sobre la ecuación ética del premier.
Adicionalmente, la patente batalla interna entre los asesores claves del premier, librada a la vista de los medios, sugiere un inusitado descontrol para una administración recién llegada al poder. El reclutamiento el año pasado de Sue Gray, una veterana de la Función Pública que asumió la investigación del llamado partygate (el escándalo de las fiestas en Downing Street durante el confinamiento) como jefa de personal (chief of staff, en inglés), uno de los puestos clave en el organigrama institucional británico, levantó ampollas entre los estrategas de partido y la supuesta animadversión mutua decantó el combate a favor de quien fuera cerebro de la exitosa campaña electoral de las generales, Morgan McSweeney, y se saldó con una mujer como primera baja del Gobierno.
La salida de Gray, para algunos, el chivo expiatorio, ha abierto una espita que, con todo, ofrece un espacio de oportunidad para lidiar con una disfunción que hundido los índices de popularidad de Starmer por debajo de los de cualquier primer ministro en tiempos modernos, con la excepción de Truss, y aún peores que los del controvertido Nigel Farage, patrón del Brexit. También los laboristas han caído en las encuestas y en un sondeo reciente aparecía tan solo un punto por encima de los conservadores, una formación que continúa en busca de identidad tras el peor resultado electoral de su historia.