El primer aniversario de la coronación de Carlos III encuentra este lunes a la Familia Real británica en una encrucijada inconcebible hace un año, cuando la mayor incertidumbre era si llovería en su gran cita con la historia. No hay muchos elementos que escapen al control de la poderosa Casa Windsor, pero como el septuagenario monarca ha tenido ocasión de comprobar, la meteorología y la salud son dos de ellos: la del 6 de mayo de 2023 fue una mañana pasada por agua y doce meses después, tanto el soberano como su nuera, la princesa de Gales, están a tratamiento de cáncer.
El doble diagnóstico de Carlos III y Kate Middleton ha zarandeado a una institución para la que la delgada línea entre lo público y lo personal se difumina con facilidad y la ha puesto en terreno inexplorado. De la crisis, sin embargo, ha aflorado también un inesperado beneficio, ante el progreso cuantitativo de la trascendencia femenina en un ente que sigue siendo existencialmente patriarcal, pese a que las dos figuras más reconocibles y duraderas de los últimos 200 años fueron reinas: Victoria e Isabel II.
Transcurridos doce meses desde la coronación, las mujeres de la Familia Real británica han dado un salto cualitativo en visibilidad, que se deja notar en una mejora notable de popularidad. Para empezar, el mayor protagonismo de Camila, quien ha tenido que sustituir a su marido en al menos una docena de eventos, la ha convertido, en términos prácticos, en la matriarca del clan; especialmente ante la decisión del heredero, Guillermo, de reducir sensiblemente su agenda en el primer cuatrimestre para acompañar a su familia tras los problemas de salud de su esposa.
La propia princesa de Gales, incluso sin ser vista desde el vídeo en el que confirmaba su diagnóstico el 22 de marzo, es la integrante de la Familia Real que, un año después de la coronación, ha experimentado el mayor repunte de estimación entre la ciudadanía, con una subida de 10 puntos en comparación a hace doce meses, según la encuesta más reciente de Ipsos Mori, lo que le brinda un balance de apoyo del 69%, empatando con su marido a la cabeza del ránking de popularidad.
De los llamados ‘miembros activos’ de la dinastía, un estatus específico que Carlos III ha querido recalcar como parte de su propósito de reducir el organigrama real, su única hermana, la princesa Ana, retiene los robustos índices de simpatía que siempre ha recabado. Su apretada agenda habitual, que cada año suele proclamarla como la trabajadora más estajanovista de la Casa Real, está aún más llena desde el anuncio del cáncer del rey, puesto que es también de las que ha incrementado su carga de actos para reemplazarlo.
Esta dedicación le reporta resultados y es, de hecho, la tercera más apreciada de la familia, tan solo por detrás de los Gales; mientras que su cuñada Sophie, duquesa de Edimburgo, en su día comparada con Diana debido al parecido físico, ha incrementado también patentemente su perfil público y genera un interés admisiblemente superior al de su marido, el príncipe Eduardo, hermano menor del rey, según evidencian habituales apariciones en la prensa, como la semana pasada, cuando se convirtió en la primera persona de la Casa Real en visitar Ucrania.
La suma de sus contribuciones constituye un valioso aval de estabilidad para una institución que, como decía Isabel II, necesita “ser vista para ser creída” y si hay una efeméride que evidencia este axioma es la coronación. Por definición, este acto, único en la argamasa constitucional británica, marca el inicio de una era: no proclama a un soberano, puesto que esto ocurre en el momento mismo de la muerte del anterior, pero sí permite formalizar el inicio de un nuevo reinado.
Para quien había ejercido durante décadas como decano de la milenaria lista de herederos al trono británico, la ocasión era particularmente significativa: en su ansiado día de gloria, la llamada del destino suponía, por encima de todo, un recordatorio de que, por motivos ineludiblemente biológicos, contará con menos tiempo que su madre para dejar su huella personal.
En el imaginario colectivo, el rito tiende a ser, por tanto, mucho más que la mera transferencia de una corona. Se trata de un momento cargado de simbolismo que la Casa Real ha logrado capitalizar, mediante el refuerzo significativo de la popularidad de todos los integrantes, menos la única de la familia que no acudió ese día a la abadía de Westminster, Meghan Markle, esposa de Harry, quien, según el último sondeo, es la única que no mejora en la apreciación ciudadana.
Para la Casa Real, el reto ahora es mantener la tendencia, puesto que no está claro si los positivos números se deben a una percepción saludable de la monarquía, o a la crisis personal que los Windsor atraviesan como familia. Carlos III es consciente y, según medios británicos, su convalecencia le ha generado una profunda frustración, dada la urgencia que le impone su edad para afianzar su legado particular.
Si la perdurabilidad constituye el desafío básico de una institución esencialmente anacrónica bajo el prisma contemporáneo, el reto existencial del pater familias, de 75 años y seis meses, casi tres veces la edad de Isabel II en su coronación en 1953, y enfermo de cáncer, sigue siendo, por admisión propia, garantizar su relevancia.