Hay aperturas que llegan con estruendo y ansias de protagonismo, y otras que simplemente encuentran su lugar, como si Madrid las hubiera estado esperando. Tragaluz pertenece a esta última categoría. Sin ruido ni aspavientos, ha abierto sus puertas en la calle Gil de Santivañes con la naturalidad de un sitio que no necesita presentaciones, solo visitantes dispuestos a descubrirlo.
Tragaluz ha colaborado con Eduardo Arruga, del Estudio Lucca, para dar vida a este proyecto. En el diseño del espacio destacan un amplio tragaluz, una barra central con cocina abierta y un cálido jardín envuelto en vegetación.

El nuevo local se encuentra en el barrio de Salamanca, a un paso de la Puerta de Alcalá
Lo primero que se percibe al entrar es la luz. No es solo un juego de arquitectura, es parte de la esencia del lugar. El gran tragaluz central baña la sala con una claridad serena durante el día y se convierte en un juego de reflejos al caer la noche. En sus espejos, en las copas, en los destellos de la barra, la luz se mueve con la sutileza de una puesta en escena bien estudiada. Aquí nada es casual, pero tampoco se siente impostado.
Un viaje mediterráneo con acento italiano
La cocina de Tragaluz no se obsesiona con lo moderno ni con lo tradicional, sino con lo que funciona. Hay platos que evocan el Mediterráneo en su versión más pura, como los tomatitos San Marzano con berenjena asada y pesto de pipas, y otros con alma italiana, como los maccheroncini con hinojo, aceitunas kalamata, tomate semiseco, burrata y limón.

Paccheri con salmonetes, tomatitos y ajetes
También hay apuestas que buscan la armonía entre sabor y textura, como la lubina con puré de espárragos blancos, hoja de ostra y rabanitos, o los pappardelle al ragú de rabo de vaca, que demuestran que la cocina reconfortante puede ser elegante sin perder carácter. La carta tiene esa cualidad difícil de lograr: es sofisticada sin ser pretenciosa, cuidada sin resultar rígida.
El interior de Tragaluz tiene algo de casa vivida, pero de las que han acumulado belleza con los años. Entre librerías del siglo XVIII, un armario ropero con puertas antiguas y un sofá de terciopelo que parece estar esperando a alguien con un cóctel en la mano, la sensación es la de un espacio pensado para que el tiempo pase sin prisa.

Puerro con buerre blanc kale y avellanas
La gran barra central, con la cocina a la vista, es el corazón del restaurante. Aquí no hay trucos ni artificios: los platos se preparan a la vista del comensal.
Fuera, el jardín es un invernadero donde la naturaleza se mezcla con el diseño. Durante el día, la luz lo convierte en un rincón luminoso y fresco; por la noche, las sombras y las luces cálidas lo transforman en un espacio íntimo, donde la conversación se alarga sin mirar el reloj y los cócteles llegan con la cadencia justa.

Matteo Spinelli y Tomás Tarruella. Photo Paula Ospina
El Grupo Tragaluz ha sabido construir espacios que trascienden lo gastronómico. Desde Barcelona hasta la Costa Brava, han creado restaurantes que son más que un sitio para comer: son lugares donde uno quiere estar. En Madrid, ya habían dejado huella con Bar Tomate, Bosco de Lobos y Luzi Bombón. Ahora, con Tragaluz, suman otro capítulo a su historia.
En una ciudad como esta, hay restaurantes que se visitan y otros a los que se vuelve. Tragaluz pertenece a estos últimos. Y en la capital, donde la oferta cambia constantemente, eso es lo que marca la diferencia.