VIDA AMOROSA

¿Quién fue la mujer a la que más amó Vargas Llosa? Ni Julia, ni Patricia, ni Isabel

Saltando entre la vida y la novela, el Premio Nobel anduvo buscando toda su vida a Emma Bovary, el personaje de ficción que le permitió amar tal y como vivió, literariamente

Fotografía: Kiloycuarto.

De pequeño, Mario Vargas Llosa le preguntó a su abuela Carmen: “¿Para qué se va a París?”. Y ella le respondió: “Para corromperse”. Él, que ya sabía que quería ser escritor, a partir de ahí quiso ser escritor francés. Aún no sospechaba que en París descubriría a su gran amor: Emma Bovary, la heroína de Madame Bovary, la gran obra de Gustavo Flaubert.

Según escribió en La orgía perpetua, su primer recuerdo de Madame Bovary fue cinematográfico. Era 1952, una noche de verano ardiente, un cinema recién inaugurado en la Plaza de Armas alborotada de palmeras de Piura: aparecía James Mason encarnando a Flaubert, Rodolphe Boulanger era el espigado Louis Jourdan y Emma Bovary tomaba forma en los gestos y movimientos nerviosos de Jennifer Jones”. Pensó que no debía de ser una buena película porque no le motivó a buscar la novela.

Fue en 1959, recién llegado a París con su primera esposa, Julia Urquidi, cuando compró un ejemplar. Y lo leyó en una pequeña buhardilla del hotel Wetter, un edificio de estilo hausmaniano que aún sigue en pie en el número 9 de la rue du Sommerard, en el Barrio Latino, aunque ya no opera como hotel. Lo devoró en una sola noche y ahí empezó todo.

‘Madame Bovary’ (Claude Chabrol, 1991)

La historia de los amores prohibidos de una joven burguesa malcasada por el que su autor fue llevado a juicio, acusado de inmoralidad, y finalmente absuelto, fue un momento iniciático que marcó su manera de amar y de escribir. Emma, una revelación. “Sin Flaubert no habría sido nunca el escritor que soy, ni habría escrito lo que he escrito, admitió en 2023.

De él admiró su estilo narrativo y cualquier otra cualidad literaria, pero, sobre todo, quedó fascinado por la dimensión humana y creativa de su personaje Emma Bovary. Le abrió la puerta a un universo que él desconocía y la buscó de una manera íntima y duradera. Fue su gran pasión imaginaria y creyó verla en cualquier amor intenso o aventura romántica, aun sabiendo que le arrastraría al mismo desastre. Quiso amarla tal y como era: contradictoria, compleja, apasionada y rebelde. Eternamente insatisfecha y profundamente humana.

El Premio Nobel encontró en ella una forma de amar como acto de libertad por encima de la hipocresía burguesa, el matrimonio y los convencionalismos. Un espacio donde se funden el deseo, la frustración, la belleza. Emma y Mario estaban sellados por una realidad que les parecía decepcionante y el anhelo de huir. Se enamoró de ella de una manera alegórica, pero hay que entender que Vargas Llosa vivió literariamente, saltando entre la vida y la novela y sin diferenciar entre el telón y el escenario.

Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa, cuando eran pareja. Fotografía: EFE

La novela talló su deseo, de manera que cada mujer era la que él ideaba en su cabeza y no entendía el amor si no era desde ese prisma fascinante y novelesco capaz de trascender lo cotidiano. Fue más que un personaje, más incluso que una musa. Se convirtió en una necesidad. No fue un amor soñador ni cándido. Quería amarla de una forma lúcida, estética y pasional.

Resulta muy tentador decir que vio a Emma en la figura de Isabel Preysler. Hay paralelismos que él mismo sugirió. La vio en su imperiosa necesidad de glamour, en su intensa existencia e incluso en su recorrido sentimental. También en sus deseos insatisfechos. Al escritor le impactó el sofisticado mundo de Isabel. Proyectó en ella ese arquetipo de mujer refinada, enigmática e insaciable en sus apetitos. Durante un tiempo, su deseo se hizo carne y con su idilio desafió las normas, escapó a lo convencional.

Pero frente a la tragedia de Emma, Isabel es pragmática y construye su universo sin perder el control. Su destino es el que habría soñado Emma si el autor le hubiese dado la oportunidad. Por eso, al fin Mario se dio cuenta de que era una Madame Bovary transfigurada, con unos rasgos menos puros que su enamorada imaginaria. Al fracasar en su proyección, podríamos pensar que Mario acabó interpretando él mismo a su heroína. Tanto se regodeó en su exuberancia de matices que se empeñó en la difícil tarea de reencarnarla.

‘Madame Bovary’ (Claude Chabrol, 1991)

Como Emma, Vargas Llosa amó con vértigo, pasión y drama, rompiendo el deber. Igual que ella, se creyó merecedor de más, se dejó tentar y encontró en el adulterio su propia libertad emocional. Le seducían las mujeres con hambre de mundo. Solo encontró a Emma en su imaginación, pero fue bello intentarlo y lo vivió de una forma auténtica.

Mario, fetichista literario, recorrió en sus últimos años de vida, los lugares que componen su obra. También volvió a París y en un sillón de hotel releyó Madame Bovary, bajo la mirada cómplice de su hijo Álvaro. El padre, sentado, leía unas líneas de esa primera edición de su soñada Madame Bovary unas horas antes de despedirse de 2022. Era el epílogo a su romance con Isabel. Su particular y erudita venganza.

Lo compartió como una novela por entregas, pero antes, buscó redención en Los vientos, el cuento en el que su protagonista lamenta haber dejado a su mujer por otra de la que ya ni se acuerda y que su pichula haya caído en la trampa como un adolescente furioso en plena confusión hormonal. Se dio cuenta de que Emma no estaba hecha de carne, sino de palabras.

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