La vida podemos medirla en amores fugaces, besos que quedaron esperando y pasiones que pusieron el termómetro a punto del apocalipsis. Esos suspiros que son aire y van aire que escribió el poeta del amor. Amores de verano que, como un viaje, terminan en el lugar donde empezaron. ¿Y por qué si son tan efímeros duelen tanto?
Septiembre es el mes de los duelos por tanto corazón hecho añicos a causa de esos amoríos estivales que parecían poca cosa hasta que llegó la separación y nos demostraron que el tiempo no decide la profundidad de un amor. Tanto si duró un año como si se cortó en un mes, la ruptura actúa en el cuerpo como un cataclismo: el sistema nervioso se desequilibra, el cortisol -la hormona del estrés- se dispara y el corazón no bombea, sino galopa. No es broma. La ciencia lo conoce como síndrome de Tako-Tsubo, abombamiento apical o, para entendernos, síndrome del corazón roto. Algo así como un infarto en pequeña escala. Por fortuna, el pronóstico es abrumadoramente favorable. Lo que no es reversible es el recuerdo de esa persona. El cerebro se toma su tiempo en gestionar la imagen de ese amor que ya no está a nuestro lado y lo hace activando la misma zona en la que se produce el dolor físico.
Es algo ampliamente demostrado y podemos citar una investigación liderada por el neurocientífico y psicólogo experimental Ethan Kross, que observó mediante resonancia magnética funcional cómo en el cerebro se activan algunas de las zonas que intervienen en la generación del dolor físico. “El rechazo y el dolor físico son similares no sólo en que ambos son angustiantes, sino que también comparten una representación somatosensorial común”, concluyó. De ahí vienen los metafóricos puñales que cantó Andrés Calamaro.
¿Es necesario tanto ruido para tan pocas nueces? El desamor no entiende de cantidad de días tachados en el calendario, solo de afectos. La ruptura repentina de dos personas que han compartido cariño o pasiones implica la pérdida de ilusiones o planes de futuro y la sensación es muy frustrante. De repente, la dopamina y oxitocina del enamoramiento cede el paso al cortisol. Necesitamos una etapa de duelo para aceptar lo sucedido y validar nuestras emociones. Cada uno a nuestro ritmo. Poco a poco, se irá inhibiendo el dolor e irán quedando esos recuerdos gratos e idealizados.
No debería extrañarnos que una aventura que no sobrevivió al verano nos deje tan tocados como una relación larga. Son amores interrumpidos a punto de que cuajen, cuando se encuentran en esa fase primaria de enamoramiento, cuando todo se idealiza y el cerebro, bajo el influjo de un chorro de dopamina, endorfinas y oxitocinas, actúa como si llevase una venda en su parte más racional generando placer y pleno disfrute por la novedad. Es decir, se rompe en pleno enganche. A pesar de la brevedad, ha habido tiempo suficiente para que esa persona nos despierte una expectativa y para fantasear posteriormente con la idea de lo que pudo ser creando una narrativa feliz en la que lo bueno tapa cualquier probabilidad de algo malo. La separación nos deja en una actitud muy vulnerable en la que esa incertidumbre por lo que podría haber sido complica el duelo.
No es fácil expresar lo que está ocurriendo, poner palabras a ese sufrimiento y, menos aún, conseguir comprensión tratándose de una relación tan corta que ni si quiera se ha llegado a concretar como tal. Esa sensación puede llegar a ser muy confusa. Pero el duelo es necesario para no estancarse en esa idealización. Una vez roto, hay que pasar página y cortar todas las vías de contacto. El apoyo de la familia o los amigos es una pieza ineludible para conseguirlo antes de caer en complejos de culpa o rechazo.
La ruptura de una relación larga lleva consigo un desgaste de la relación, algún problema que se interpone o un desenamoramiento. Aquí no existe nada de esto. Es una fase en la que aún no se han vivido las dificultades que trae una relación estable y solo se conoce lo positivo. Por eso golpea tan fuerte, porque, aunque la relación haya durado apenas unas semanas o unos meses, durante ese tiempo nos volcamos en ella.
Parece un drama, pero afortunadamente el cerebro tiene resortes suficientes para desenamorarse, superarlo y reorganizarse.
El mismo proceso químico que desató esta reacción dolorosa enseguida trabaja para restituir la calma desde la sensatez. Y en esto hay que advertir que, de acuerdo con Craig Morris, antropólogo de la Universidad de Binghamton, el dolor físico y emocional es más intenso en las mujeres, por una razón de inversión biológica que les lleva a seleccionar a las parejas más positivas para ella, pero se recuperan antes que los hombres. “El hombre -dice- puede sentir un gran dolor por la pérdida por un periodo de tiempo más largo y llegar a tomarlo como una competición en la que debe reemplazar inmediatamente a la pareja ausente. Peor aún, puede llegar a la conclusión de que la situación es insuperable”.