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Nicole Kidman y Salma Hayek: ¿Somos nuestras peores enemigas o nos hacen los medios?​

Una errónea sororidad nos obliga a equilibrarnos en el terreno de juego. ¿Por qué no podemos discutir y competir sin que se nos ridiculice o erotice en nuestras peleas?

¿Por qué las mujeres rivalizan entre sí? La pregunta tiene guasa. Las mujeres, igual que los hombres, rivalizan porque el oro en la competición es solo uno y en cada juego, del tipo que sea, hay siempre un oponente. La rivalidad no es algo ruin, sino un desafío. Ni siquiera en algo tan insustancial como un photocall donde toda mujer quiere apropiarse del mejor flash merecería calificarse como “una pelea de gatas”.

Pero así ha ocurrido cuando han visto la luz unas imágenes de Salma Hayek y Nicole Kidman en un brevísimo percance que tuvo lugar en la alfombra roja previa al desfile de Balenciaga, durante la Semana de la Moda de París. Los reporteros quisieron fotografiar a las dos actrices junto a Katy Perry, pero Nicole se negó. Salma insistió y la australiana le propinó un ligero manotazo. A continuación, intercambiaron algunas palabras. La escena, digna de vergüencita ajena, una expresión muy española, cambió porque, una vez más, nos la sirvieron como una pelea de gatas, para disfrute de Google, que hace caja con estas cosas, y para deleite de cierto público masculino, como veremos.

George Clooney y Jean Dujardin se pueden romper hasta el pijama por una cápsula de café y seguirán siendo dos guapos con encanto que hacen sus delicias. Si son dos mujeres, entonces tiramos del Diccionario Oxford que, desde 1824, incluyó el término que le pareció más oportuno para referirse a una riña de este percal: cat fight (la pelea de gatas mencionada). Sin ser tan eruditos, en nuestra jerga corriente tenemos lo más granado del mundo animal: víboras, arpías, zorras…

Todo vale para ridiculizar el enfrentamiento o erotizarlo, como hace Wikipedia, que incluye la expresión “pelea de gatas” en la categoría “fetichismo sexual”. Es decir, puro divertimento erótico frente a la pelea de gallos masculina, siempre más intimidante. Según los datos de Google Analytics, hay pocos términos que superen a este cuando irrumpe en la actualidad.

También Hollywood ha sabido rentabilizar la rivalidad femenina exprimiendo este cariz erótico y juguetón. A quien tenga una edad no se le habrá ido de la retina la enemistad llevada hasta el paroxismo de Alexis Carrington y Krystle, las protagonistas de la mítica serie ‘Dinastía’. Estos dos personajes lograron un género propio destinado a satisfacer el morbo masculino con peleas en las que se arañaban, golpeaban, arrastraban y estampaban sus caras contra el mobiliario. No llegaban a destrozarse porque siempre llegaba a tiempo el hombre redentor, Blake, que las apaciguaba. Mucho antes, Brigitte Bardot y Claudia Cardinale habían tenido lo suyo en Las petroleras. O Bette Davis y Joan Crawford, en ¿Qué pasó con Baby Jane?, aunque estas no llegaron a las manos.

En pleno siglo XXI seguimos igual, pero sin necesidad de ir a la pantalla. Hay algo de perverso y morboso en observar a dos mujeres poderosas rivalizando entre sí, haciéndoles cargar con el sambenito de “chicas malas”. Las burlas y críticas perpetúan el estereotipo de mujer complicada o conflictiva. ¿Por qué dos damas no pueden discutir, competir o disputarse el puesto de poder que les venga en gana?

Cuando esto ocurre, se tiende a culpar a las mujeres de ponerse la zancadilla y de falta de sororidad, como si existiese un pacto o el mandato de avanzar todas a una. La competición no es una traición a la condición femenina ni un abrazo al patriarcado, como tampoco la rivalidad frena el feminismo. Al contrario, es un impulso para lograr metas y no exime el apoyo mutuo, la confianza o la complicidad. A nadie se le ocurriría que la tenista Iga Swiatek aplicase sororidad en una final frente a la bielorrusa Aryna Sabalenka. Hasta Stanley Donen buscó siete novias para siete hermanos en lugar de anticiparse a una sororidad que habría sido desastrosa para su guion.

El origen está en unas expectativas que, curiosamente, no se aplican al hombre. A ellas se les exige amabilidad y condescendencia con el resto cuando logran una cuota de poder o prestigio en su campo, el que sea. De lo contrario, se asume que está debilitándolas. Y cuando se reconocen mutuamente sus talentos, resulta que las convertimos en heroínas feministas. Lo irritante no es, por tanto, la pelea, sino glorificarla, aunque hay que admitir que al hacerlo nos sirven historias fantásticas como la de ‘El diablo viste de Prada’ o este último momento de tensión entre Nicole Kidman y Salman Hayek.

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