En el Vaticano, donde todo tiene forma de rito y hasta el silencio parece redactado por teólogos, el protocolo viste de negro. Pero hay excepciones que deslumbran, como si Dios mismo las hubiera aprobado con un gesto sutil desde la bóveda de la Capilla Sixtina. El ‘privilegio de blanco’ es la pasarela más antigua del mundo, donde solo unas pocas reinas pueden romper la norma y aparecer, literalmente, de blanco.
El blanco, en este contexto, no es inocencia: es poder. Solo seis mujeres en el mundo tienen el honor de llevarlo ante el Papa, como si fueran emisarias de una santidad heredada. Son las reinas Letizia de España, Matilde de Bélgica, Paola antes que ella, María Teresa de Luxemburgo, Charlène de Mónaco y la reina emérita doña Sofía. Mujeres con sangre azul, pero también con fe registrada en el Vaticano.

Todo empezó con Victoria Eugenia de Battenberg, que en 1923 inauguró la tradición al vestirse de blanco frente a Pío XI. Desde entonces, este gesto se ha ido refinando como una joya litúrgica: encajes de chantilly, mantillas perfectamente planchadas, siluetas sobrias y zapatos que no buscan escándalo, pero pisan con historia. Es el blanco que no mancha, que no necesita justificación: el blanco de la Iglesia y la monarquía en diálogo mudo y milenario.
Cuando la reina Letizia se encontró con el Papa Francisco en 2014, muchos vieron en su traje blanco una declaración de estilo y diplomacia. Pero fue mucho más; porque en un mundo donde las monarquías se descafeínan y las religiones se mezclan, hay gestos que siguen hablando con la voz del tiempo.

Pero no todo blanco entra sin matices. El privilegio no es hereditario, ni vitalicio. Hay que ser reina consorte católica, con la bendición implícita de Roma. Y hasta dentro de ese microcosmos, hay elección: algunas optan por vestirse de negro incluso teniendo el derecho al blanco.
Ahora que el Papa Francisco ha muerto, y los ojos del mundo están puestos sobre las columnas de San Pedro, las reinas que asistan a su funeral decidirán si van de negro por el luto o de blanco por el linaje. El vestido, como siempre, dirá más que el discurso.

Y mientras los cardenales se preparan para encerrar sus votos bajo llave, las cámaras mirarán de reojo a esas mujeres de blanco. No por vanidad. Por liturgia, sí. Pero también porque, entre tantas túnicas, hay una moda que no se pasa. Una alta costura que nace de la fe… y del privilegio.