Virginia Giuffre, una de las principales denunciantes contra Jeffrey Epstein y el príncipe Andrés, falleció el pasado miércoles en su granja de Neergabby, Australia, a los 41 años. Según confirmó su familia en un breve comunicado, Giuffre se quitó la vida tras años de lucha contra las secuelas del abuso que sufrió en su adolescencia.
Deja tres hijos menores de edad y un entorno familiar profundamente afectado. “El peso del abuso fue insoportable”, explicaron sus familiares en un texto sencillo y directo, en el que también pidieron respeto a su privacidad en este momento tan doloroso. Fuentes cercanas a la familia han indicado que sus hijos están recibiendo apoyo psicológico y que el entorno más cercano de Giuffre está centrado en protegerlos de la exposición mediática.
La familia ha evitado realizar declaraciones públicas más extensas, pero subrayaron la importancia de recordar el compromiso de Virginia en la defensa de otras víctimas a través de su fundación Speak Out, Act, Reclaim (SOAR), creada para apoyar a supervivientes de abuso sexual.
En los últimos meses, Giuffre atravesaba por problemas personales que afectaban seriamente a su bienestar: un accidente de tráfico, un proceso de divorcio y una disputa judicial por la custodia de sus hijos. Aunque había tratado de rehacer su vida en Australia, su entorno reconocía que las presiones y las heridas del pasado seguían pesando sobre ella.
Su familia ha insistido en que la tragedia de Virginia no debe eclipsar su legado como activista y como una de las mujeres que ayudaron a destapar una de las mayores redes de tráfico de menores de las últimas décadas.
La noticia ha reabierto el debate sobre la protección y el acompañamiento a largo plazo de las víctimas de delitos sexuales, especialmente aquellas que, como Giuffre, se convierten en figuras públicas tras sus denuncias. Deja una familia rota, una lucha y una gran verdad: a pesar de todo, el mundo admira a las víctimas valientes.