El ego, esa compleja brújula interna que guía nuestras decisiones, nuestras emociones y hasta nuestras relaciones, sigue siendo uno de los temas más fascinantes y debatidos de la psicología humana. Fue Sigmund Freud quien, en su teoría del aparato psíquico, dividió nuestra mente en tres instancias: el ello, el superyó y el ego. Mientras que el ello representa nuestros impulsos más básicos y el superyó encarna las normas sociales y la moralidad, el ego es el mediador. Freud lo describió como un jinete tratando de guiar a un caballo salvaje, simbolizando la lucha constante entre nuestros deseos y las expectativas del mundo que nos rodea.
Pero el ego no es solo una fuerza de control. También es el pilar de nuestra autoestima, nuestra confianza y nuestra capacidad de resiliencia. Aunque estas funciones son universales, hombres y mujeres parecen manejar esta herramienta de maneras notablemente distintas.
El ego masculino
La biología tiene un papel fundamental en la configuración del ego masculino. La testosterona, conocida como la “hormona de la confianza”, impulsa a los hombres a asumir riesgos, ser competitivos y, a menudo, sobreestimar sus habilidades. Un estudio de la Universidad de Cornell demostró que los hombres tienden a sobrevalorar sus capacidades un 30% más que las mujeres, incluso cuando sus niveles de competencia son idénticos.
Pero esta “grandeza” del ego masculino no siempre es una fortaleza. En las relaciones, puede volverse un terreno frágil y sensible. Muchas mujeres, conscientes de esta dinámica, eligen callar o suavizar sus palabras para no herir el ego de su pareja. Este comportamiento, aunque bien intencionado, puede generar frustración y resentimiento a largo plazo, especialmente si la mujer siente que sus propias necesidades están siendo ignoradas.
La fuerza silenciosa del ego femenino
Por otro lado, el ego femenino se caracteriza por una mayor autoconciencia y una tendencia a buscar la armonía en lugar del conflicto. Las mujeres suelen ser más autocríticas, un rasgo que, aunque puede parecer una desventaja, también las convierte en personas más receptivas al cambio y al crecimiento personal.
Un estudio de Harvard Business Review reveló que las mujeres son más propensas a atribuir sus logros al trabajo en equipo y a la colaboración. Esta humildad no significa falta de confianza, sino una forma distinta de manifestar el ego, más conectada con la empatía y el entendimiento mutuo.
Además, el ego femenino es más resiliente en algunos aspectos. Mientras que los hombres tienden a defenderse frente a críticas para proteger su autoimagen, las mujeres suelen reflexionar y buscar formas de mejorar, lo que las convierte en líderes adaptables y abiertas al aprendizaje continuo.
Ego y amor: una danza de equilibrios
En las relaciones, el ego puede ser tanto un aliado como un obstáculo. Los hombres, impulsados por un ego más expansivo, suelen buscar el reconocimiento y la admiración de su pareja, mientras que las mujeres, con un ego más introspectivo, tienden a priorizar la conexión emocional y el entendimiento. Sin embargo, estas diferencias pueden generar tensiones. Por ejemplo, es común que las mujeres cedan en discusiones o eviten confrontaciones para no herir el orgullo de su pareja. Aunque esto puede mantener la paz momentánea, también puede conducir a una desconexión emocional si la mujer siente que no está siendo escuchada o valorada en igualdad de condiciones.
Por otro lado, cuando el ego masculino domina demasiado una relación, puede dificultar la construcción de una comunicación honesta y abierta. En estos casos, aprender a gestionar el ego —por ambas partes— es esencial para construir un vínculo más equilibrado y saludable.
Más allá del género
Estas diferencias no significan que un género tenga ventaja sobre el otro; simplemente reflejan maneras distintas de manejar una herramienta poderosa. Por ejemplo, el efecto Dunning-Kruger —la tendencia de las personas menos competentes a sobreestimar sus habilidades— se observa más en hombres, mientras que las mujeres tienden a infravalorarse, incluso cuando poseen una alta competencia.
En entornos laborales, las mujeres suelen destacar por su capacidad de autocrítica y adaptación, lo que las convierte en líderes resilientes y colaborativas. Por el contrario, los hombres suelen ser más asertivos y confiados, lo que les facilita tomar riesgos, aunque a veces subestimen los desafíos que enfrentan.
El secreto está en el equilibrio
El ego, como decía Freud, no es ni bueno ni malo por sí mismo; su impacto depende de cómo lo gestionemos. Mientras que un ego saludable puede ser el motor de nuestra confianza y motivación, un ego desmedido o debilitado puede convertirse en un obstáculo para nuestras relaciones y nuestro crecimiento personal. Para los hombres, esto significa aprender a escuchar y aceptar críticas sin sentir que su valor personal está en juego. Para las mujeres, implica reconocer su valía y atreverse a ocupar espacios sin temor al juicio.
Como sociedad, también tenemos la responsabilidad de romper los estereotipos que moldean estos patrones. Alentar a los niños a ser empáticos y a las niñas a ser asertivas puede ayudar a construir generaciones con egos más equilibrados, capaces de enfrentar desafíos y construir relaciones saludables. En un mundo que nos impulsa constantemente a competir y destacar, es fácil dejar que el ego tome las riendas. Pero al final, no se trata de quién tiene el ego más grande o más pequeño, sino de quién sabe usarlo para crecer y conectar con los demás. Así, cuando aprendemos a equilibrar nuestra confianza con humildad, no solo nos convertimos en mejores personas, sino también en mejores compañeros, líderes y amigos. Y esa, sin duda, es una grandeza que vale la pena cultivar.