Nos acercamos rápidamente a 2025, y desde los medios de comunicación observamos cómo hemos evolucionado en este primer cuarto de siglo. Libros, ciencia, cine… al detenernos en la moda, vemos cómo la blazer o americana ha sido la prenda icónica que ha acompañado a la mujer en su camino hacia un empoderamiento pleno y una presencia más equitativa en el mundo profesional.
Si hablamos de grandes transformaciones en el estilo y el modo de ser de las mujeres en el siglo XXI, nos vienen a la mente prendas como las zapatillas, sudaderas o pantalones de chándal, que han dejado de ser exclusivamente deportivas para convertirse en parte de la moda urbana y cotidiana, especialmente después de la pandemia. También encontramos los “pants”, la última tendencia en moda que apuesta por piezas tan mínimas que rozan la lencería, desfilando en eventos de noche, fiestas y alfombras rojas. Veremos cómo evolucionan unas y otras prendas, pero la que sin duda nos ha acompañado desde comienzos de siglo ha sido la americana.
Si antes teníamos una chaqueta, ahora tenemos al menos siete. Si antes elegíamos un solo color, ahora queremos cuatro tonos diferentes, incluyendo opciones atrevidas como los fluorescentes o los colores ácidos. Si alguna vez se llevó ajustada, hoy la lucimos también amplia y cómoda. Si antes era una prenda reservada para la mujer trabajadora de más de 30 años, ahora la llevan tanto estudiantes de 17 como preadolescentes de 12. Y si en su momento era una prenda de oficina, ahora se adapta a cualquier ocasión: de fiesta en terciopelo o con lentejuelas, en versión sport con tela de camiseta de algodón, o en espiga para looks informales. La blazer ya no se limita al traje; se combina con casi cualquier cosa: pantalones de cuero, faldas largas, sudaderas, chándales, vaqueros rotos, vestidos o incluso mallas de ciclista. Queremos una blazer estructurada y entallada, y otra de estilo relajado, suelto y desenfadada. Llevamos más de 15 años amando esta pieza y se ha convertido en un indispensable de nuestro armario.
Una prenda sin edad y versátil
“Me pongo una americana y me siento otra. Me da fuerza, como si pudiera comerme el mundo. La uso para trabajar, pero también en fin de semana, combinado con un vaquero”, comenta María Alonso, directora financiera en una empresa de ingeniería y tecnología. Martina Pérez, estudiante de ingeniería de 19 años, explica que para ella la americana “eleva el outfit; es elegancia y versatilidad. Cuando me la pongo, siento que resalta el resto del look con un toque femenino y estiloso. La llevo a la universidad, para salir arreglada o en un estilo casual. Me motiva, incluso para estudiar”.
La explicación de esta singularidad y versatilidad nos la aclara Alejandra Gombau, estilista y directora creativa. Ella tiene claro que “la americana ha acompañado a la mujer a lo largo de los años, en cierto modo liberándose a la vez que ella, pasando de ser una prenda estrictamente formal y que debía llevarse acompañada de un traje completo, hasta una forma desestructurada y con una silueta innovadora, que a día de hoy, puede incluso combinarse en un look deportivo o adornada con los accesorios más eclécticos. Este elemento de sastrería que ha sido transformado en vestidos y hasta trajes de buceo, muestra la versatilidad de la moda y de la mujer que lo lleva, no dejando nunca indiferente y aportando fuerza, presencia y confianza a cada outfit que lo incluya”.
Imágenes icónicas del pasado
Si miramos atrás, encontramos figuras que hicieron de la americana un símbolo de empoderamiento y feminidad hacia finales del siglo XX. Margaret Thatcher es un ejemplo indiscutible: durante su mandato en el Reino Unido, de 1979 a 1990, su imagen evolucionó junto a sus trajes, donde la americana femenina fue ganando volumen gracias a las hombreras. Otra imagen inolvidable es la de la película Working Girls (Armas de mujer), de 1988. En ella, una secretaria de State Island interpretada por Melanie Griffit trabaja en una gran empresa de Wall Street. La protagonista de la película se va transformando y se va empoderando. Conforme crece profesionalmente, cambia sus vestidos horteras, sus minifaldas y la melena larga y cardada, por elegantísimos trajes de chaqueta y un exquisito pelo corto a lo bixie. En ese momento nace un icono de cine: la ejecutiva.
“Los trajes diseñados en los ochenta por creadores como Alaïa, Mügler o Ungaro, se basan, por un lado, en la incorporación del traje sastre como símbolo de trabajo en puestos ejecutivos. En ellos destacaban las grandes hombreras que, evocando la moda de la década de 1940 y las Utility Collections, basaban la representación de la fortaleza y poder de la mujer en un código masculinizante. Sin embargo, por el otro, el power dressing se configuró en paralelo entre entallamientos, la acentuación de cinturas de avispa y faldas cortas; una sexualización que daría un giro de género a la erótica del poder”, sostiene Llorente.
En los 90 una mujer nos dejará sin habla con un traje de chaqueta gris en la alfombra roja: Julia Roberts. La actriz rompió las reglas de la época cuando recogió un Globo de Oro con un traje de Armani talla XL, pero repitió de nuevo en enero del año siguiente con americana de raya diplomática y minifalda. Desde entonces será una de las mujeres que más y mejor lucirá esta prenda. En 1996 nos conquistará Tom Ford con un desfile de Gucci en el que la americana de terciopelo será un éxito pero una rara avis. Y ya en 2009, veremos a Anna Wintour, directora de Vogue y la mujer más influyente del mundo de la moda, en el documental September Issue, sentarse con los compradores de los grandes almacenes de moda del mundo (Harrods, Macys, etc… ) para desgranar las tendencias y asegura que todos han de centrarse en una prenda que será clave en los próximos años: La americana.
En todos los desfiles
Desde entonces hasta ahora, la americana nos acompaña. Y no precisamente a trabajar, aunque también. Es inagotable. Ha pasado de llamar la atención en momentos icónicos a estar siempre presente. Alessandro Dell’Aqua la llevó a Gucci con lentejuelas, letras de béisbol, terciopelos troquelados o pasamanerías, en distintos tamaños y formas, despojándola de género y metiéndola en recargadísimos y opulentos looks. Pilati la acortó y estalló con hombreras finísimas para Yves Saint Laurent convirtiéndola en la reina del rock.
Demna, en Balenciaga, la armó de grandes hombreras desfasándola de tamaño y formas, pero luego le quitó toda estructura… Podríamos no acabar nunca. Jacquemus, Maria Grazia Churi, Karl Lagerfeld, Stella MacCartney, Victoria Beckham, Jean Paul Gaultier… No hay pasarela que quiera vender sin americana. Como explica Llorente, “la americana ha acompañado a la sucesión de tendencias hasta evolucionar en una prenda clásica, pero abarcable para mujeres de diferentes edades, estamentos y ocupaciones. Habiendo sido un icono para la representación de la mujer independiente o trabajadora de éxito, supera clichés por los que ha transitado temporalmente, y por los que, por ejemplo, se llegó a mujeres de clase privilegiada, para quedarse como una pieza básica y, ante todo, funcional que ejemplifica bien la globalización de tendencias de los últimos diez/quince años”.