En un siglo pasan muchas cosas. Caen imperios, se descubren planetas, se inventan redes sociales y mueren poetas. Pero hay cosas que no se mueven ni un centímetro del imaginario, aunque les pase por encima el tiempo como una locomotora sin frenos.
El Gran Gatsby, la novela que F. Scott Fitzgerald publicó en 1925, cumple cien años en este 2025 y sigue donde siempre: en las estanterías de los estudiantes, en las canciones de Lana del Rey y, sobre todo, en los armarios de la moda. Porque si hay algo que ha sobrevivido al desamor de Daisy y al misterio de Gatsby es su vestuario. Esa manera de vestirse como si la vida fuese un cóctel eterno en Long Island, aunque por dentro uno esté roto por el pasado.

En 2013, cuando Baz Luhrmann decidió adaptar por enésima vez la novela, lo hizo como todo lo que hace: en Dolby Surround y con lentejuelas. Pero lo más interesante fue el modo en que entendió que los trajes no eran solo trajes. Eran la historia misma. Así, llamó a Catherine Martin, diseñadora de vestuario y su socia en el crimen estético, y juntos decidieron que la moda tenía que hablar tanto como los diálogos. Para eso, tiraron de Prada y Miu Miu, que no es tirar de cualquiera, sino de Miuccia Prada, la señora que convierte cualquier desfile en una tesis sobre el poder y el deseo.
El resultado fueron unos 40 conjuntos femeninos que reinterpretaban el esplendor de los años 20, pero con ese filtro pradesco que convierte la nostalgia en alta costura. Carey Mulligan, que hacía de Daisy, se movía por la pantalla como una mariposa blindada en cristales, gasas, lentejuelas y terciopelos. Eran vestidos pensados para impresionar. Para decir, sin abrir la boca, que esa mujer era el sueño inalcanzable de un millonario con pasado sospechoso.

En paralelo, Brooks Brothers se encargó de vestir a los hombres. Lo hizo con 500 trajes de corte impecable, algunos inspirados directamente en archivos de los años 20. No era casual: la marca había vestido al propio Fitzgerald en la vida real.
DiCaprio, como Gatsby, parecía un maniquí de escaparate de la Quinta Avenida, con trajes crema, camisas de seda y corbatas perfectas que solo podían pertenecer a alguien empeñado en borrar su origen a base de elegancia. Tobey Maguire, el narrador que mira desde fuera, llevaba la ropa de quien aún no sabe si quiere pertenecer a ese mundo o escapar de él.

Pero lo curioso no fue solo lo que pasó en la película, sino fuera de ella. En 2013 hubo una especie de epidemia de fiestas Gatsby. Diademas de plumas, labios rojos, trajes de rayas, copas de champán. La gente quiso vestirse como en el libro, como en la película, como en un sueño. Fue la moda la que extendió la fiebre, la que sacó del cine esas imágenes y las convirtió en una forma de estar en el mundo. Esa es la verdadera herencia de Gatsby: no la tragedia, sino la estética.
Ahora que se cumple un siglo desde que Fitzgerald escribió esa historia de amor, dinero y desesperación, conviene mirar a su vestuario con el respeto que merece. Porque si el sueño americano fue alguna vez una mentira hermosa, fue una mentira bien vestida. Gatsby no era un hombre: era un traje. Era el reflejo dorado de alguien que sabía que, si no podía ser feliz, al menos sería impecable. Y en eso, cien años después, todavía le copiamos.