No hay mayor paradoja que la del imperio de pecho. Siendo un atributo femenino de belleza y de poder sexual, seductor y maternal, nos tiene al mismo tiempo doblegadas, sometidas a los dictados exigentes e inestables de cada época. Sin necesidad de remontarnos a etapas lejanas, los senos exuberantes tuvieron su tiempo de esplendor alrededor de los noventa, cuando actrices como Pamela Anderson, gran precursora de las operaciones estética, decidieron aumentar varias tallas más.
Después del desmadre vinieron los arrepentimientos y las mismas mujeres que inspiraron a decenas de miles a aumentarse el pecho pasaron de nuevo por el quirófano para desprenderse de sus prótesis. “Soy bajita y no me veía bien. Parecían dos misiles”, justificó Pamela. Ahora la reina de los implantes impone la naturalidad. Lo mismo hicieron Nicole Kidman, dos años después de operarse, o Victoria Beckham en 2011. La diseñadora se escribió en 2017 una carta a sí misma exigiéndose celebrar su cuerpo.
Como ellas, muchas mujeres se han cansado de sus volúmenes y de los problemas que ocasionan las prótesis después de años de desgaste. “Me siento liberada”. Esta es la expresión más repetida. “Los cirujanos plásticos nos enfrentamos cada vez con más frecuencia en nuestra consulta a pacientes que desean o necesitan retirar sus implantes mamarios”, confirma un informe liderado desde la Universidad Sapienza de Roma. El 88% de esas retiradas corresponden a aumentos que se realizaron por razones puramente estéticas. El 12% son reconstructivas, tras un cáncer de mama.
Aun así, la cirugía plástica que más se practica en España sigue siendo el aumento de mamas con implante, según el último informe de la Sociedad Española de Cirugía Plástica, Reparadora y Estética (SECPRE). De las más de 200.000 intervenciones estéticas al año, más de la mitad son prótesis mamarias. A nivel mundial, sin embargo, acaban de ser destronadas por la liposucción, de acuerdo con los datos de la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética.
Los cánones de belleza siempre han sido muy caprichosos con los senos, marcando en cada época una talla diferente, pero sin desviar jamás el interés por tener un buen escote. Esto complica que la mujer se libere de semejante dictadura. En las últimas Semanas de la Moda, el pecho ha sido el gran protagonista. Cubierto a través de transparencias o sutilmente revelado. “Pechos, pechos, por todas partes”, se lamenta la editora de moda Vanessa Friedman en una columna de The New York Times. Y tiene razón. Las prendas cubren el resto del cuerpo, pero dejan al descubierto los pezones.
“¿Necesitamos más cosificación?”, se pregunta la columnista. Tal vez en algún momento tuvo sentido desafiar los límites. Tal vez en los ochenta y noventa una transparencia todavía resultaba subversiva, una forma de empoderamiento. “Ahora -insiste Friedman- la transgresión exige más matices que un pecho casi desnudo”.
Durante siglos, las industrias de la moda y el cine han implantado cómo debería ser un pecho deseable con criterios siempre cambiantes. Cualquier exigencia se amplifica ahora con el auge de Instagram u otras redes sociales, generando una insatisfacción corporal perpetua. Un día es la XXL y cedes. Cuando te empiezas a acomodar a tu nueva imagen, la tendencia es ya una XS. El Hollywood dorado fue el primero que enloqueció a las féminas. Tan pronto aparecían Marilyn Monroe y Sophia Loren despertando, con su sensualidad curvilínea, el deseo de unos pechos generosos o, en su defecto, sostenes en forma de bala, como llegaban Audrey Hepburn o Twiggy reclamando el encanto de la pequeñez.
Por un motivo u otro, la polémica está siempre presente. En nombre del feminismo, muchas mujeres han vuelto al reclamo de los setenta, cuando se impuso no llevar sujetador. Pero esta tendencia destapa aún más los complejos. La mitad se queja por el tamaño y la otra mitad por su caída. Ni siquiera ahora, cuando hay una llamada a la naturalidad -salvando las Kardashian-, el pecho encuentra sosiego. Natural sería dejar que caiga, se debilite y pierda turgencia, pero de nuevo prevalece la necesidad de desafiar la gravedad con implantes de menor tamaño colocados en lo alto del pecho.
Ante esta nueva pequeñez exhibida en las pasarelas, la actriz Sydney Sweeney se disculpa irónicamente en sus redes con un explícito mensaje en su camiseta: “Perdón por tener tetas grandes”. La cineasta Angèle Marrey también ha dicho ¡basta! a través de su documental Bendice nuestros pechos. “Tenemos que recuperar nuestros pechos y apreciarlos. Da igual el tamaño, la edad, la forma o el color, aunque no necesariamente correspondan a las medias manzanas erectas de Venus”.
No es fácil acatar su consejo cuando la moda nos insinúa que una falda lápiz no necesita mayor aderezo que un sujetador negro o que la mejor sastrería se luce dejando que asome el pezón. Son detalles que se vuelven muy apetecibles al alcanzar la mayoría de edad. Según la Sociedad Española de Medicina Estética (SEME), la edad media de acceso a las intervenciones estéticas ha pasado de los 35 a los 20 años. Cada vez hay más mujeres que aumentan o reducen su pecho a los 18 por complejos que arrastran desde que iniciaron su desarrollo. En su informe, SEME señala que los filtros utilizados en las redes sociales “han contribuido a generar nuevas necesidades en pacientes jóvenes”.
Algunas influencers se han vuelto casi adictas al quirófano y exhiben sus resultados en Instagram contando el proceso, la clínica y otros detalles. La presión es creciente y las jóvenes toman decisiones precipitadas, a veces cuando ni siquiera su cuerpo está formado del todo, anhelando estándares de perfección irreales. Buscan sus mismos cirujanos y pagan el precio que se les pida porque copiar a la influencer les da seguridad. De un tamaño u otro, el pecho sigue siendo una obsesión. Y ante todo este loco vaivén, ¿aún nos preguntamos cómo es posible que ocho de cada diez mujeres utilicen una talla de sujetador equivocada?