Las Navidades tenían todos los ingredientes de un cuento perfecto: un castillo imponente, un árbol majestuoso decorado hasta el último detalle, y una familia que parecía sacada de un escaparate. Pero para Diana de Gales no era más que un escenario frío y asfixiante. Nada de lo que sucedía en esas fechas –ni las risas contenidas, ni los brindis solemnes, ni siquiera los regalos perfectamente envueltos– lograba cubrir el eco de una ausencia que la había marcado desde niña.
Según narra Tina Brown en The Palace Papers, la princesa detestaba las Navidades con los Windsor porque no eran otra cosa que un recordatorio cruel de lo que había perdido: la familia que nunca tuvo. Brown describe cómo, bajo el brillo de las coronas y la tiranía del protocolo, Lady Di se sentía atrapada en una obra de teatro interminable. Pero Diana no odiaba la Navidad por sí misma, odiaba lo que le recordaba. A los siete años había pasado por la experiencia que marcaría toda su vida: ver cómo su madre, Frances, cruzaba la puerta tras una pelea interminable con su padre y desaparecía de su vida. Creció añorando algo que nunca volvería, y las Navidades se convirtieron en un recordatorio punzante de lo que había perdido.
Ya adulta, casada con el futuro Rey y rodeada de un mundo de privilegios, la herida no hacía más que agrandarse. Según Andrew Morton en su biografía Diana: Her True Story, la princesa encontraba estas celebraciones desafiantes, ya que debía adaptarse a las rígidas tradiciones de los Windsor, lo que aumentaba su sensación de aislamiento.
Cada gesto estaba medido, cada palabra era observada y cada sonrisa parecía un guión que había que seguir al pie de la letra. En esas mesas eternas, repletas de vajillas impecables y silencios calculados, Diana de Gales se sentía más sola que nunca. Podía estar rodeada de los hombres y mujeres más poderosos del mundo, pero lo único que deseaba era algo tan básico como inalcanzable: una familia que la entendiera.
Según Ingrid Seward, editora en jefe de la revista Majesty, Diana de Gales “odiaba” pasar la Navidad en Sandringham, describiendo el ambiente como “claustrofóbico” debido a las estrictas tradiciones y protocolos reales. Un ejemplo de estas diferencias culturales se evidenció durante su primera Navidad con la familia real en 1981. Diana, con esmero, seleccionó regalos significativos para sus nuevos familiares, desconociendo que la tradición real consistía en intercambiar obsequios humorísticos y de bajo costo. Este malentendido la dejó “mortificada” y aumentó su sensación de aislamiento dentro de la familia.
Brown detalla cómo Diana, incluso en esos momentos, trataba de cumplir con su papel. Pero todo le devolvía a su infancia, a una casa donde la alegría dejó de existir el día que su madre decidió no mirar atrás. Mientras los Windsor intercambiaban regalos en su famosa tradición del “amigo invisible”, siempre marcada por bromas privadas que a menudo le dejaban al margen, ella intentaba mantener la compostura. Sí, Diana de Gales, la princesa del pueblo, la mujer que hacía que millones de personas se sintieran entendidas, pasaba las Navidades sintiéndose como la niña que una vez fue: sola, esperando detrás de una puerta que nunca volvía a abrirse.