Hay una fortuna que uno puede dejar y que no ocupa sitio. No cotiza, no se reparte, ni siquiera se hereda. Bill Gates, que de números sabe tanto como de suelas cómodas, ha decidido que a sus hijos no les va a dejar esa fortuna que tanto brilla en los rankings de Forbes, pero sí les va a dejar algo más complejo: la incómoda y valiosa idea de que en la vida hay que currárselo.
Lo ha confesado en el pódcast Figuring Out with Raj Shamani: sus tres hijos heredarán menos del 1% de su fortuna, estimada en más de 160.000 millones de dólares. “No quiero crear una dinastía de riqueza”. En otras palabras, no quiere que sus hijos se conviertan en nobles del capitalismo, esos que viven a cuerpo de rey por el único mérito de haber nacido donde cayeron. Prefiere que se equivoquen, que lo intenten, que aprendan lo que cuesta una nómina antes de firmarla.

La cifra suena a limosna cuando se pone sobre la mesa: menos del 1% de su fortuna. Menos de mil millones repartidos entre tres personas. Un insulto para cualquier millonario estándar, pero una bendición camuflada para quienes tengan la osadía de vivir por cuenta propia. “No les haría ningún favor dándoles una gran cantidad de dinero”, explicó hace poco, con la tranquilidad de quien sabe que en el fondo está dando mucho más: una identidad sin herencia.
Jennifer, Rory y Phoebe -que suenan más a personajes de sitcom que a herederos frustrados- no han salido en prensa reclamando su parte, ni llorando en platós por el reparto injusto. Siguen sus vidas. La mayor estudió medicina, el del medio escribe sobre justicia social, y la pequeña está aprendiendo de todo lo anterior. Quizá porque no se les ha privado de un imperio, sino que se les ha entregado la posibilidad de construir uno sin las instrucciones de papá.

Y es que Gates no se va a llevar nada, pero tampoco se lo quiere dar todo a sus hijos. En su lugar, ha elegido repartir la fortuna entre quienes no pudieron elegir tanto como ellos. La Fundación Bill & Melinda Gates, a la que irá a parar la gran mayoría de su patrimonio, tiene más presupuesto que muchos países. Combate la malaria, invierte en educación, lucha contra pandemias. Lo curioso es que su acto más revolucionario no ha sido crearla, sino convertirla en su verdadero testamento.
¿Se puede medir el amor de un padre en ceros? ¿O será que el amor, el de verdad, se demuestra a veces con la valentía de cortar el hilo de oro antes de que se enrede en el cuello? A Gates, el software le dio el poder de cambiar el mundo, y ahora parece querer usarlo para cambiar también las reglas de la herencia. No deja riquezas, sino razones. No castillos, sino caminos.
Dicen que morir sin herederos es como escribir una historia sin epílogo. Bill Gates ha elegido otro tipo de final. Uno donde sus hijos no lo heredan todo, pero heredan lo esencial: la libertad de equivocarse. Y eso, en este mundo, puede que valga más que cualquier fortuna.