Si tuviéramos que fijar un instante que condense la atracción electrizante entre Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa, ese sería su romántico baile durante la velada que organizó en junio de 2015 el millonario João Flores para celebrar su cumpleaños. La pareja viajó hasta Lisboa en el avión privado del fallecido Fernández Tapias y se alojó en el hotel Ritz. La danza confirmaba una tensión erótica que se venía fraguando desde hacía tiempo y por fin se resolvía. “Es verdad que nos hemos hecho inseparables, y no queremos perder ni un minuto”, sentenciaron en una portada de la revista ¡HOLA! el 17 de junio.
A 9.400 kilómetros de allí, Patricia Llosa, que hasta entonces quiso creer que se trataba de una “pavada” más -una más de tantas- de su marido, decidió aprender sus propios pasos de baile. La prima “de naricita respingada y carácter indomable”, como la describió en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 2010, tomó sus propias clases de libertad y empezó a existir por sí misma por vez primera en sus cinco décadas de matrimonio.

Tenía entonces 70 años y no había conocido en su vida más que el “pas de deux” lleno de gracia, conexión y destreza que le marcó Vargas Llosa, a pesar de que este se permitía en ciertos momentos hacer sus particulares variaciones con movimientos individuales. Hasta el romance con Isabel, Mario siempre regresaba a casa. Por eso, Patricia esperó. Sabía que, aunque fuese tarde, llegaría a la coda, ese pasaje espectacular y complejo que cierra toda pieza de ballet.
Arropada por sus hijos, nietos y amigos, gestionó el abandono dando sentido a su bienestar y recobrando su identidad. Desde su entorno nos contaron que fue una etapa de crecimiento personal y reflexión. Tomó el control y la vida le sorprendió con un camino independiente. Dedicó esos ocho años a leer mucho, viajar y disfrutar de las playas de República Dominicana. Se empapó de cultura con la compañía de su inseparable hija Morgana.

Una de las mujeres que tuvo cerca fue la empresaria peruana Ingrid Yrivarren, Miss Perú en 1992 y fundadora de Viva en el Mundo, una organización que promueve la cultura peruana a nivel internacional. “Es una mujer con una gran entereza. Admiro su grandeza como mujer en todo el sentido de la palabra. Mujer generosa, comprometida y de gran corazón. Agradezco contar con el valor y el tesoro que es su cariño y amistad”, nos contó en 2023, cuando Isabel Preysler acababa de anunciar su ruptura con el Premio Nobel en su revista de cabecera.
Yrivarren nos habló de cómo Patricia mantuvo durante esos ocho años de traición la entereza, la rutina y el valor de la amistad: “Siempre hemos estado presentes, la admiramos y la queremos muchísimo”. Se refirió, además, a las palabras que pronunció su hijo Álvaro en sus redes sociales, como la mejor forma de expresar el alcance de su figura en la obra y vida de Mario: “A nadie deben mi padre y su obra tanto como a ella. Mi padre lo ha proclamado muchas veces en público, nos lo repite a menudo en privado. La mujer de su vida, dicen los cursis. No sólo los cursis. Los inmortales también”.

El escritor regresó y, retomando la metáfora del baile, llegó a tiempo a la coda. Su salud no estaba ya para el clímax que exige este final de paso, pero sí para concluir una vida vibrante. Fue encomiable su recibimiento. Ya había aprendido a bailar sola. Estaba en sintonía con su cuerpo y sus emociones. La soledad se había convertido en una danza meditativa que le permitía liberarse de los juicios de los demás y rendirse a su santa y auténtica voluntad.
Le recibió como Penélope a Ulises cuando regresó a Ítaca. Cautelosa y con dolor acumulado, pero inteligente, reconociéndole en los secretos que solo ellos dos compartían. En ese espacio de libertad ganada, prescindió del rencor. Y eso que, si doloroso fue el abandono, más debió de ser la ingratitud de Mario cuando en 2020, en pleno delirio amoroso, recibió un homenaje del Instituto Cervantes dedicando sus palabras a la socialité. “Quiero agradecerle a Isabel, a su compañía, a su presencia, esos años maravillosos que me ha hecho pasar a su lado y que han renovado en mí muchísimo esa vocación que creo que es lo mejor que me ha pasado en la vida. Muchas gracias, Isabel”.

Patricia confió en que Troya no podía resistir mucho. Aunque tardó en volver, tuvieron tiempo de viajar al menos una vez más a París, la ciudad donde nació su amor y también el mito que siempre será Vargas Llosa. En febrero de 2023, la Academia francesa le otorgaba la condición de inmortal -así son reconocidos sus miembros- con el sillón número 18 de esta prestigiosa institución. Quien ocupó la primera fila fue Patricia. Tal vez ya no era la pasión desbordada, pero tampoco Montparnasse, invadido por una turba de turistas, era ya ni sombra de lo que fue cuando escribió en una destartalada buhardilla La ciudad y los perros.
De todas las formas de amor que conoció el Premio Nobel, Patricia fue el amor práctico y discreto, de apoyo incondicional y confidencias. Aquella que describió en El pez en el agua, en 1993: “Una mujer de carácter fuerte, con una voluntad de hierro y una capacidad de organización admirable. Sin ella, muchas de las cosas que logré en mi vida no hubieran sido posibles”. La de naricita respingada que reafirmó en su discurso ante la Academia Sueca: “Sin ella, mi vida se habría disuelto hace tiempo en un torbellino caótico”. Merecía ser la viuda con la que Mario Vargas Llosa echó el cierre definitivo a la vida.