¿Es lícito realizar una serie sobre un crimen real?

El 11 de marzo de 2018 se hallaba el cuerpo sin vida de Gabriel Cruz, ‘El Pescaíto’, de 8 años, después de varios días de búsqueda. Un hallazgo que culminaba con la investigación que esperaba encontrar al menor mientras se detenía a la pareja del padre cuando transportaba su cuerpo sin vida en el maletero de su coche.

Fue un caso mediático que no dejó a nadie indiferente y que ha vuelto ahora a la palestra, especialmente por el miedo de la familia del menor a que este trágico suceso pueda verse convertido en una serie de ficción. No sería la primera. Recientemente, se han convertido en un fenómeno de masas las series que han rescatado algunos de los casos más escabrosos de la historia, del crimen de la Guardia Urbana al Caso Asunta, y entroncan con otros true crimes como Bretón, la mirada del diablo, El caso Alcàsser o El cuerpo en llamas.

Pero ¿hasta qué punto es lícito utilizar un caso real, con víctimas reales, para hacer ficción, una serie o un documental?

 

A FAVOR
María del Pino Smith
Miembro de Worldwide Audiovisual Women Association y Directora de desarrollo de contenidos de Lantia Films

"Sensibilizan y crean conciencia social"

Aunque no se hagan con ese fin, este tipo de series sensibilizan y crean conciencia social. Pero cuando te planteas hacer un true crime, tu objetivo no es la sensibilización per se, aunque sí tienes la esperanza de descubrir nuevos datos o de contribuir al caso real de alguna manera: es decir, quieres que se haga justicia.

Es uno de los géneros más consumidos, especialmente el documental. Hay dos casos paradigmáticos: Making a murderer (en español, Fabricando un asesino) se estrenó en Netflix en 2015 y gracias a él se consiguió exonerar al asesino, y The Jinx (El gafe), en HBO, durante cuyo rodaje se consiguieron las pruebas para incriminar al protagonista, Robert Durst.

El multimillonario fue condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional por el asesinato en primer grado de su supuesta mejor amiga, Susan Berman, en el año 2000. Se cree que la mató para que no contara lo que sabía sobre la desaparición de la mujer de Durst, Kathie, en 1982. Durante más de tres décadas, el magnate logró esquivar las investigaciones policiales, hasta que fue detenido en marzo de 2015 por culpa de un micrófono traicionero, durante la grabación de la serie documental: durante la grabación fue al baño, sin saber que el micro seguía abierto, y pensando que estaba solo dijo en voz alta: “Ya está. Te han pillado. ¿Qué hiciste? Pues matarlos a todos, por supuesto”.

En el caso de las series (es decir, cuando se ficciona la realidad) es distinto, porque se suele hacer amarillismo del dolor de una persona y de todos sus seres queridos. Pero cuánto true crime hemos visto sin saber que era true crime… Sin embargo, creo que en casos como el de ‘El Pescaíto’ se debería respetar la voluntad de la madre.

En mi caso, como directora de desarrollo de contenidos en una productora, yo no busco sensibilizar frente a la violencia per se, pero sí que las personas hallen justicia. Y que los culpables, aunque no puedan ser procesados, paguen por ello. Lo audiovisual tiene una gran capacidad de cambiar nuestros hábitos y creencias, y puede ser usado con un objetivo positivo.

EN CONTRA
Rubén de la Prida
Crítico de cine, profesor universitario, escritor e ingeniero

"Entronca con nuestro lado violento"

Desde 1934 impera en Hollywood el Código de Producción de Películas, conocido como «código Hays», que impide la violencia explícita, la desnudez, las parejas interraciales… Algunas nos parecen anacrónicas, otras eran un muro de contención, como en el caso de la violencia o la drogadicción. Esto se resquebraja y cae en 1967 con Bonnie & Clyde, que además de despejar tabúes sexuales como la frustración de Bonnie o la impotencia de Clyde, muestra cómo son acribillados a balazos a cámara lenta, viéndose incluso cómo revienta el cráneo en un homenaje grotesco a John Fitzgerald Kennedy.

En ese momento el cine empieza a mostrar lo que ya estaba en los hogares; comienza la Guerra de Vietnam, pero la verdadera guerra estaba en las casas. La gente aspiraba a la violencia. El nuevo Hollywood decide no ser hipócrita y alejarse del cinismo y reconocer que la violencia está en todas partes, y por tanto también en la pantalla grande.

En 1969 se estrenan Grupo salvaje, de Sam Peckinpah, y 2001, de Stanley Kubrick: ambas películas suponen un paso adelante en cuanto a la representación de la violencia. Kubrick la entiende de modo social y Peckinpah apuesta por la brutalidad (el director llega a afirmar que aunque la violencia es fea, la gente la necesita, porque la llevamos dentro). Así llega Perros de paja, una película extremadamente desagradable sobre el sadismo, la violencia y la capacidad de corrupción del ser humano.

Esa violencia llega hasta nuestros días, aunque con diferentes acentos. Se ve en Mel Gibson, en Scorsese o en Tarantino. Y la violencia del true crime entronca con la definición de Sam Peckinpah: llevamos la violencia dentro y necesitamos verla, sentirla de modo indirecto, y para eso está el cine (para Scorsese en cambio es una cosa natural, que sucede y que nace de una frustración, de no saber responder a las prerrogativas; a él le sorprendió la reacción del público a Taxi Driver).

La violencia del true crime entronca con la visión del ser humano como ser violento, como ser que necesita la violencia de modo indirecto. Esto tiene implicaciones muy serias; no es alarmante, pero sí que bebe de una forma de entender al ser humano concreta. ¿Qué tiene el ser humano, o una determinada visión de la vida, para necesitar esa violencia? Se puede banalizar, pero estamos acostumbrados a tener la violencia al alcance de la mano. La única forma de contrarrestar la violencia es con la cultura de la belleza.