Opinión
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La inversión ESG deshoja la margarita

Ya sabemos que todo va deprisa, que Bauman nos mostró la liquidez del mundo contemporáneo, el que nos ha tocado vivir, ese en el que la modernidad empuja hacia un constante cambio donde los nuevos hábitos y gustos mutan antes de convertirse en rutina. Ya sabemos que todo es fugaz y voluble, que es pasajero. Quien esto firma, se atrevió a escribir un ensayo titulado La comunicación efímera. Y llegué a sentenciar que “el mensaje ha sido reemplazado por la ocurrencia, la ideas por la imagen y el pensamiento por la simple impresión”.

Hago esta introducción a propósito del giro copernicano que se empieza a apreciar en la cultura ESG (acrónimo inglés de medio ambiente, sociedad y gobernanza), dominante de la vida corporativa, tanto en la faceta inversora y financiera como en la industrial, en este último lustro. La revolución Trump amenaza con llevarse por delante, o dejar tiritando, a toda una tendencia de opinión empresarial. Al calor del innegable cambio climático, del pacto verde, de la transición energética, de la reivindicación de la diversidad y de la inclusión, de la sostenibilidad y de un puñado más de conceptos nuevos o rebautizados, nació una política, principalmente en el corazón de la Unión Europea. Y, a partir de ahí, todo un complejo entramado de regulación y normativa, de obligaciones, de decisiones impositivas, de declaraciones rimbombantes, alentadas por consultoras y firmas de servicios profesionales, siempre buscando hacer su agosto con cualquier novedad que cuaje en regulación.

Y así, como de la nada, apareció la inversión ESG, un acrónimo de rápida fortuna. Claro que alguna responsabilidad recae en el club empresarial más selecto del mundo. Me refiero a Business Roundtable, la entidad americana que agrupa a alrededor de 200 grandes corporaciones. Y por supuesto al megainversor Larry Fink, el patrono de BlackRock, que todos los diciembres enviaba su carta admonitoria, más propia de un Papa progre que de un tiburón de Wall Street. En una de sus más celebradas, el pope Fink decía que las empresas, además de buscar rentabilidad, necesitaban un propósito social, sirviendo los intereses de todo quisqui y buscando la sostenibilidad. Y Business Roundtable, en aquellos mismos años maravillosos, publicó una declaración génesis del capitalismo sostenible, responsable e inclusivo. Había que dar atención a los clientes, invertir en el empleado, trato justo al proveedor, contribuir a la comunidad y valor sostenible al accionista. Estamos hablando del año 2020, más o menos.

Y de repente, lo que había sido una maría de la vida corporativa se transformó en el maná que todos querían comer. Capitanes de empresa, consejeros áulicos, líderes corporativos se apuntaron a cursos intensivos de ESG para entender toda esa maraña de conceptos, normas y obligaciones. Buena parte del pensamiento empresarial había bebido del famoso artículo de Milton Friedman, publicado en 1970 en New York Times titulado “la responsabilidad social de los negocios es aumentar el beneficio”. Más claro agua.

Pero en apenas cinco años ese castillo de naipes de la ESG da síntomas claros de agotamiento. Han surgido voces en Estados Unidos reclamando que los inversores deben de perseguir rendimientos financieros y no climáticos, pues pueden perjudicar los intereses de sus partícipes y clientes. Lindsay Hooper y Paul Guilding, del prestigiado Cambridge Institute for Sustainability Leadership, acaban de concluir que “es hora de que cuestionemos las ideas originales y dominantes del movimiento de sostenibilidad corporativa”.

Ahora mismo reina el desconcierto. Trump lo ha precipitado todo, pues no cree en el cambio climático, se ha retirado de los Acuerdos de París, apuesta por el petróleo y el gas, cultiva la desregulación. Pero la duda venía de antes. Ya parecía que las inversiones bajo criterios ESG arrojaban menos rentabilidad y más gastos que el resto. Esta financiación sostenible empujaba al inversor a destinar sus fondos en empresas y proyectos que contribuyeran a fines ambientales (energías renovables, descarbonización, gases invernadero, biodiversidad, economía circular), sociales (inclusión, comunidades desfavorecidas, diversidad, minorías, desarrollo laboral) y con buena gobernanza (fiscalidad, limpieza, sin corrupción). Por supuesto, nada de tabaco, alcohol o armamento. El resultado es que este conjunto de inversiones no está arrojando el rendimiento esperado. Inversores han alzado su voz, han elevado su queja y han demandado a gestoras.

Muchos bancos americanos se han retirado de la Alianza Net Zero y muchas gestoras a uno y otro lado del Atlántico están disminuyendo su presencia en proyectos ESG. Otros, por el contrario, siguen firmes en sus criterios.

No cabe duda de que el cambio climático es una innegable realidad agravada por la mano del hombre sobre la Tierra. No cabe duda de que el mundo ni es justo ni es igual, de que son necesarias iniciativas que mejoren las condiciones de vida de miles de millones de personas. No cabe duda de que la aspiración y la conducta humana están marcadas por la idea constante de la mejora y el progreso. Por tanto, sin buenismos, sin regulaciones odiosas, sin exageraciones extremistas, no se puede echar al cesto de los papeles un movimiento corporativo que buscaba mejores empresas para una mejor sociedad, un capitalismo de rostro humano.

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