María del Mar Jiménez estuvo 22 años trabajando como camarera de piso en un hotel de lujo de Madrid. Ella cobraba 1.400 euros al mes y la habitación más barata que limpiaba costaba 2.480 euros la noche. 17.000 euros la suite con un mayordomo en la puerta las 24 horas. Vivía entre ricos mientras ella pasaba dificultades para pagar su hipoteca. “Cada habitación tenía un gimnasio con sauna, despacho, un salón más grande que mi casa, dos dormitorios, un aseo y dos cuartos de baño completos. ¡Ah! y un vestidor”, explica.
Los recuerdos que conserva de esa etapa parecen propios de una novela. Ha tenido clientes que viajaban con solo una bolsa de mano porque tenían sus armarios de ropa distribuidos en diferentes hoteles del mundo. Michael Jackson pidió, como condición para alojarse, que pintaran su habitación de negro (el hotel rehusó) y un actor, cuyo nombre no revela, obligaba a los trabajadores a bajar sus miradas al suelo cuando se cruzaban con él porque temía el mal de ojo.
Excentricidad y desigualdad
Mar ha convivido con excentricidades de todo tipo y con una desigualdad económica galopante, que se hacía evidente cada vez que se colocaba el uniforme, un vestido con delantal y cofia, mientras deshacía la maleta de clientes ricos con trajes de miles de euros y relojes que no se compran ni con el salario de toda una vida. También ha recibido cuantiosas propinas, de 200 y 500 euros, directamente en la mano. “He deshecho maletas y he hecho maletas, he mandado a planchar toda la ropa, y vuelto a colocar cada prenda en el armario, con los zapatos lustrosos. Hacía hasta nudos de la corbata”.

Personas tan ricas que exigían tener sus propios muebles en la habitación para sentirse como en casa, con albornoces con sus nombres, personalizados, y con perfumes minúsculos que costaban 25.000 euros. “En una ocasión, un cliente se dejó olvidado su reloj en la habitación. Yo lo recogí y lo dejé en recepción. Cuando volvió el cliente me dio 100.000 pesetas de entonces de propina. He llegado a ver relojes de medio millón de euros olvidados, pero nunca he estado tentada a robarlo. Pero sí le dije a mi jefa en una ocasión: si llego a saber que valía tanto, me hubiera jubilado”.
También ha tenido compañeras que intentaron robar algunos objetos de valor. “Cogieron a una chica que se llevó unos pendientes. Yo vi que se los llevaba. Esa misma tarde le dieron el finiquito y no volvió a trabajar allí”.
Y pese a esas vidas de lujo, ha visto la mirada triste de muchos millonarios que no eran felices. “No me gustaría tener su vida, porque soy feliz con lo que tengo, no necesito más. Mi ambición nunca fue ser rica sino pagarle una carrera a mi hijo. Y lo he conseguido”.
También ha tenido clientes que han destrozado una habitación, “en una ocasión hubo un hombre que vomitó hasta el techo, que ya es difícil con dos metros cuarenta de altura. Había roto el escritorio, el minibar, la mesita pequeña de mármol, había destrozado la cama con los cabeceros arrancados, era el hijo de un cliente habitual, y ni él ni su padre volvieron al hotel”.
Propinas entre 600 y 1.000 euros
En una ocasión, Mar rompió, sin querer, un perfume carísimo. “Pero lo cubría el seguro. El problema es que no lo vendían en España sino en París y le reembolsaron el dinero”.

María del Mar iba al supermercado de su barrio para realizar una compra normal, humilde, mientras veía cómo clientes del hotel de lujo gastaban 15.000 euros en caviar. Pero si había un momento del año en el que valía la pena trabajar como camarera de piso era en Navidad. “Tenía clientes que me daban la propina en ese momento. En esa época del año llegaba a sacar entre 600 y 1.000 euros de propinas. Con ello podía pagar las cenas de navidad, Año Nuevo y los regalos de Reyes”.
Muchas veces volvía a casa enfadada por el choque social que veía. “Me cabreada cuando veía, por ejemplo, a algún cliente multimillonario al que se le caía al suelo un perfume carísimo, sin inmutarse. Con ese dinero yo podía comer todo el año”.
Su apariencia ya se identificaba con una sirvienta de otro siglo. Con su cofia y su delantal. Nunca le dejaron ponerse pantalones, mucho más cómodos para poder realizar las tareas de limpieza. Las diferencias sociales se podían apreciar con un solo vistazo. Pero podían ser más educadas que muchos clientes con las billeteras más abultadas. En una ocasión, una mujer de mirada melancólica le dijo: “el dinero no da la felicidad”. Mar prefirió no contestar.