Guerra comercial: la excepción británica

La ministra de Finanzas aspira a cerrar un pacto con EE UU, a la vez que reconstruye puentes con la UE

En la carrera de obstáculos provocada por la política arancelaria de Estados Unidos, Reino Unido aspira a convertirse en la excepción, sin alienar a sus aliados europeos, ni polarizar a China. La complejidad de la tarea de contentar a las tres potencias se ha dado en denominar “el desafío Ricitos de Oro”, con relación al cuento de los tres osos que, en este caso, están representados por los principales bloques mundiales, tres gigantes proteccionistas con los que la ministra británica de Finanzas tiene que lidiar, completando la metáfora contemporánea de la protagonista que da título a la historia infantil.

El presidente francés, Emmanuel Macron, el primer ministro británico, Keir Starmer, y el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski
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Rachel Reeves batalla estos días en Washington para acelerar el pacto bilateral con la administración de Donald Trump y conseguir mitigar el golpe de las tarifas a las exportaciones. Aunque la segunda economía europea había sido de las menos vapuleadas por los aranceles anunciados inicialmente por el presidente norteamericano, el 10 por ciento aplicado tendrá severas consecuencias para el crecimiento en el Reino Unido, como se ha encargado de advertir esta misma semana el Fondo Monetario Internacional, que ha cercenado la previsión de mejora del PIB para este año del 1,6 por ciento al 1,1 por ciento.

Los aranceles no son los únicos responsables del empeoramiento de las perspectivas. El FMI señaló el elevado coste de la deuda, la inflación, o el precio de la energía como agravantes, pero el Ejecutivo británico es consciente de que la guerra comercial iniciada por Trump es la principal amenaza individual tanto para la evolución de su economía, como para la salud del sistema global. De ahí la urgencia otorgada a la negociación con Estados Unidos, que tras meses de conversaciones y no pocas concesiones británicas recaba, por fin, un tono positivo desde Washington.

Recientemente, el vicepresidente norteamericano, JD Vance, decía que había una “buena oportunidad” de acuerdo, y el secretario de Estado, Scott Bessent, coincidía también en los últimos días en que Reino Unido es uno de los países a los que daría más prioridad para las conversaciones. Reeves tiene a su favor que la relación comercial con Estados Unidos era ya equilibrada, lo que facilita sustancialmente la recepción en Washington, y su argumento fundamental es que los dos países deberían profundizar lazos, en lugar de construir barreras.

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En su contra está que el propio Trump ha aclarado que una parte “sustancial” del 10 por ciento de base de las tarifas permanecerá y el detalle no menor de que Reino Unido mira también hacia la UE, una proximidad que podría incomodar a la volátil administración norteamericana. La dicotomía, sin embargo, es comprensible: las exportaciones británicas al bloque comunitario, unos 410.000 millones de euros el año pasado, fueron prácticamente el doble de las enviadas a Estados Unidos, en torno a 210.000 millones de euros.

El reto para Reeves pasa, por tanto, por hallar la nota correcta para seducir al Ejecutivo norteamericano, sin tener que renunciar a su mercado de referencia, la UE, y evidenciando, paralelamente, una vocación inexpugnable de defender los intereses británicos. En las últimas semanas, la ministra dio muestras de su voluntad al respecto, cuando actuó como una de las figuras clave en la toma de posesión de la compañía de acero British Steel, sobre la que el Gobierno asumió el control mediante una nacionalización de emergencia, que arrebató el control al conglomerado chino que la consideraba económicamente inviable.

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Este mismo pragmatismo es el que ha llevado a reconstruir puentes con la UE, una vez Bruselas y Londres han superado el trauma colectivo provocado por el Brexit. El próximo 19 de mayo, Reino Unido actuará como anfitrión de una crucial cumbre con la Unión Europea, en la que los ahora bien avenidos ex socios tienen previsto reescribir las normas de su relación post-divorcio. Indudablemente, para el Ejecutivo de Keir Starmer estrechar lazos con su principal mercado supone un premio innegable, pero el acuerdo tampoco le saldrá gratis y requerirá de un complejo encaje y de una cuidada escenografía para evitar molestar a Washington.

Bruselas exigirá un cierto alineamiento normativo, entre otras áreas, en materia de estándares de alimentación y lucha contra el cambio climático, especialmente en lo referido a los impuestos al carbono, dos campos difíciles de vender ante la audiencia doméstica, debido a su prácticamente nulo impacto sobre el crecimiento. Otro campo potencialmente espinoso es el llamado programa de movilidad juvenil, una de las exigencias irrenunciables de la UE, que pretende garantizar permisos plurianuales de trabajo y residencia para los menores de 30 años, una propuesta de beneficio mutuo para los jóvenes británicos y europeos, pero que, al norte del Canal de la Mancha, agita el siempre controvertido fantasma de la libertad de movimiento.

El planteamiento podría poner a Reeves en una confrontación seria con su colega de Interior, Yvette Cooper, quien se niega al movimiento, pero la recompensa económica de mejorar la relación comercial con el destino de referencia podría decantar la balanza a favor del Ministerio de Finanzas: cuando Starmer entró en el Número 10 de Downing Street, dijo que el crecimiento sería su máxima prioridad y, puesto que Reeves es la responsable de garantizar la consecución del gran objetivo de la legislatura, esta Ricitos de Oro contemporánea necesitará todas las tretas a su disposición para a mantener a raya a los tres grandes osos globales.