Opinión
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El gran inversor

Fotografía de archivo de paneles que muestran el desarrollo del mercado en la Bolsa de Nueva York, Estados Unidos. EFE/ Justin Lane

La gran depresión del 29 representó un antes y un después en el pensamiento económico. Frente a la idea establecida de que el libre mercado se sobraba y bastaba para proporcionar el pleno empleo, surgió con fuerza el modelo keynesiano basado en la tesis de la necesidad de la intervención del Estado para estabilizar la economía. John Maynard Keynes publicó “Teoría general del empleo, el interés y el dinero” en 1936 y sus planteamientos revolucionaron la economía y fijaron las bases de las políticas públicas de las siguientes décadas. Seis años antes ya había publicado “Tratado sobre el dinero” que adelantaba su visión dinámica de la cimentada en el flujo de gastos e ingresos.

Su principal postulado indica que la demanda agregada -formada por el conjunto del gasto de hogares, empresas y gobierno- representa el motor de una economía. Por tanto, la intervención del Estado mediante políticas públicas estabiliza los precios y logra el pleno empleo. Y, especialmente, es necesaria para moderar la volatilidad de los ciclos económicos. Se mostraba partidario de la participación de los gobiernos en el corto plazo pues “a largo plazo -decía- todos estaremos muertos”.

Sus teorías dominaron la economía mundial hasta bien entrado los años 70 y se reavivaron tras la crisis financiera de 2007-2008. Buena parte del pensamiento económico de la socialdemocracia e, incluso, de las políticas estatalistas e intervencionistas de democristianos y conservadores se apoyan en sus ideas.

Un paso más allá aparece la participación de los gobiernos en la propiedad de las empresas y en la determinación de las propias decisiones corporativas. Tras la ola de privatizaciones de los años 80 y 90 se está asistiendo a una vuelta atrás. No ocurre sólo en España. El Estado francés, centralista e intervencionista por definición, tiene EDF, casi el 30% de Air France, el 11 % de Airbus y el 25% de Engie. Alemania posee el 30% de Deutsche Telecom y nacionalizó Uniper. Italia dispone del 25% de Enel, el 40% de Monte dei Paschi di Siena, el 32% de ENI, el 26% de Italgas, el 65% de Poste Italianes y el 10% de Telecom. España no se queda atrás. El Gobierno tiene el 25% de Indra, el 20% de Redeia, el 17 % de Caixabank y el 5% de Enagas. A ellos, hay que añadir AENA, Renfe, Correos, Navantia, Tragsa, Mercasa, Efe y otras más. No está mal.

Pero no es directamente esta la cuestión que nos ocupa. El gobierno español lleva exhibiendo en los últimos años un desmedido afán por intervenir en la vida de empresas privadas por encima de los planes y decisiones de sus accionistas. Sonado fue su intento de frenar la decisión de Ferrovial por trasladar su sede legal a Ámsterdam. Intento en el que no puso límites, incluidos los ataques personales a su presidente. Y, ahora, recientemente ha vetado la oferta presentada por Magyar Vagón sobre Talgo dejando al fabricante ferroviario sin alternativa industrial y originando enormes pérdidas del valor para sus accionistas. El gobierno ha argumentado razones de seguridad nacional por el pasaporte húngaro de los ofertantes y sus supuestas conexiones con la Rusia de Putin. Meses atrás, el intento de Vivendi sobre Prisa también quedó en agua de borrajas.

La actuación del gobierno en las empresas se manifiesta de tres formas distintas. Primero, ejerciendo el derecho de veto. Segundo, condicionando o determinando operaciones corporativas en función de sus criterios. Y tercero, invirtiendo directamente en distintas transacciones.

La pandemia de Covid marcó un punto de inflexión para muchos gobiernos occidentales que promulgaron normativa para impedir la entrada oportunista de inversores extranjeros en sectores estratégicos. Se invocaban tanto la necesidad perentoria de disponer de suministros básicos, protegiendo la capacidad industrial y de producción local, junto a razones geopolíticas que evitarán la penetración de potencias extranjeras no amigas. El gobierno español promulgó un paquete legislativo para salvaguardar sectores como energía, transporte, sanidad, telecomunicaciones, industria o finanzas. Esta normativa se ha extendido en el tiempo autorizando al gobierno a vetar o desmontar operaciones de adquisiciones pese a los deseos de los accionistas.

Sin llegar a este extremo, el gobierno no duda mediante declaraciones públicas o conversaciones privadas condicionar operaciones empresariales. Arriba mencionábamos el caso de Ferrovial, pero también está el de CELSA y, más recientemente, la pertinaz oposición a la OPA del BBVA sobre Sabadell. Un interrogante aparece sobre Grifols y su preludiada OPA de Brookfield. Volviendo al caso de Talgo, el gobierno está pergeñando una oferta con Skoda, Criteria o Escribano para hacer olvidar a los húngaros. En Naturgy, después del pinchazo de Taqa, no descarta una operación en la que de nuevo aparece el nombre de Criteria.

Por último, queda la inversión directa a través del brazo de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI). Ha aumentado hasta un 25% su participación en Indra, interviniendo en la gestión, y ha adquirido el 10% de Telefónica para hacer frente a la entrada de Saudi Telecom Company (STC), con la razón de proteger los intereses nacionales en una empresa estratégica.

No cabe duda, del atractivo que para un gobernante supone intervenir en la empresa privada por encima de la voluntad de sus dueños. EL BOE puede con todo. Cosa distinta es si es bueno para esas empresas, para la economía, para una concepción liberal de la sociedad y para la salud democrática de un país.