“C’est nul, c’est nul”. Desde lo alto de sus 6 años, este niño de primaria califica la visión a menos de dos metros de la antorcha olímpica de “Vaya caca”. El niño, un iniciado en los cálculos de sumas y restas, ya sabe comparar: “Un incendio hubiese sido mejor que esta llama enana”. Al lado, su compañera de escuela comparte la misma opinión. Los dos, al unísono: “C’est nul! C’est nul!”.
El papá de la niña, intenta convencerla: “Lo que has visto, hija, es un privilegio. ¿Te das cuenta?”. Los “privilegiados” eran el puñado de vecinos que lograron bajar del piso y esperar en la acera aquel miércoles, móviles preparados, mientras el relevo de la antorcha olímpica llegaba a la avenida Gambetta, en el corazón del 20è arrondissement de París y colidante al famoso cementerio Père Lachaise. Encendida a mediados de abril en Olympia, sobre los vestigios del templo de Hera, la antorcha entró en el antiguo estadio griego por las manos de la actriz Mari Mina, que se la entregó al remero Stéfanos Ntouskos (campeón olímpico en Tokio). Este, a su vez, se la pasó a la nadadora francesa Laure Madaudou, y así por delante. Hasta llegar a París.
El papá insiste: “Eso ocurre una vez en la vida, eso es la Historia. Y enfrente de nuestra casa”. La emoción de ser parte de la historia con H mayúscula le trae recuerdos. De niño, este papá solo dibujaba soldados romanos y castillos de la Edad Media con guerreros apuñalados. A los 25, le reclutaron como extra en una película estrenada por Javier Bardem y Natalie Portman sobre el pintor Goya. Allí estuvo, trabajando como soldado napoleónico, “varias y varias horas bajo el sol”. Aunque luego no se le ve en la película, “porque éramos muchos, ya sabes”.
Pese a su insistencia, a su hija y su amiguito no les convencía. Y es que yo, que ya no soy niña y por ello no me atrevía a tener tanta sinceridad en público, pensaba lo mismo. La antorcha era francamente “nulle”.
Mi pudor tenía que ver con nuestra posición en la escala de privilegios. Éramos definitivamente los superprivilegiados, una vez que disponíamos de un balcón sobre la avenida. La misma avenida que, desde que venimos a vivir en esta ciudad, la insultamos a diario por el ruido de motos, ambulancias, coches policiales y borrachos. Ahora era nuestra Champs Élysées, amplia y ornamentada por decenas de tilos que, según nos cuenta la Enciclopedia Ilustrada Larousse, pueden vivir hasta 900 años y alcanzan los 40 metros.
Si el pudor era proporcional al privilegio, la decepción lo era en relación al largo ritual de preparación. Fueron casi tres meses escuchando en la radio su llegada a París. En el calendario familiar colgado en la cocina, una cita médica, una llamada internacional y la visita al taller de bici anulados en su honor. Nada más importante que ver la antorcha a las 18:15 enfrente de casa.
Empezamos por despejar el acceso al balcón de casa, obstruido por el tendedero, al que trasladamos hacia la entrada. A las 18:09, cuando ya se escuchaba el alboroto en la calle, nos plantamos en la terraza con chanclas y sin prismáticos. Vaya. Los tilos eran majestuosos, con sus hojas verdes plateadas, pero también nos quitaban toda la vista.
Plan B: bajar corriendo a la calle, maldiciendo los calcetines, bragas y calzoncillos del tendedero que ahora obstruye la entrada. Justo en ese momento el bebé empieza a llorar. No quiere entrar en su cochecito. Nada más lógico. Prefiere el regazo de su mamá. “Vamos, corazón, que tus 10 quilitos no son broma para mis lumbares”. De nada sirve. Por fin, nos bajamos deprisa por las escaleras -el ascensor decide quedarse inerte en la novena planta-, el bebé en el regazo de su mamá.
Desde la acera, la familia ya está reunida a las 18:18. El cortejo lleva retraso. Pero allí viene. Son los camiones de los patrocinadores que arrancan el desfile. Para los que ya han visto la cabalgata de Reyes, con sus infinitos coches, caballos y chucherías, la llegada de la dichosa llama, encendida casi 101 días antes en Grecia, es menos divertida, repleta de marcas publicitarias y agentes de seguridad.
Al fin de cuentas, el contrato con los 84 sponsors oficiales -14 de los cuales son multinacionales-, supuso 1.200 millones de euros de ingresos publicitarios para los Juegos de París. El primer camión, el rojo, es seguramente el peor. Porque mientras todos los días en verano intento enseñar a mi hija mayor que el refresco de la lata roja no está bien, hace mal a los dientes, al estómago, al planeta, el mozo del camión parece decir lo contrario, a la vez que canta y baila.
Los patrocinadores se intercalan con la policía. Son 200 agentes de seguridad, incluidos los de la unidad de élite de la Gendarmería, que protegen el convoy. Tras los camiones con marcas de bebidas, de bancos y de hipermercados, tras los coches y motos policiales, tras incluso el vehículo especial para neutralizar drones, no es la llama quien llega, sino que un nuevo pelotón de policía. Su líder nos avisa sin ambages: “no queremos accidentes, señora”. Ya está, parece que la llama llega.
La llama, por fin
“La flamme, la flamme!”, grita la marea de voces con brazos tiesos sujetando los móviles. Siempre con el bebé en el regazo, blasfemo en lengua extranjera al vecino que a los 45 minutos del segundo tiempo se planta con sus 1,85 metros delante de mí. Le adelanto. “La flamme!”, dicen. Me voy agobiando. “Où ça?”, “Dónde?”. Se me irá la noticia de las manos. “Madame, voici”, una vecina apunta con el dedo. Lo que se sigue es la incredulidad: “Esto?”, pienso. En cámara lenta, me veo girar hacia mi hija mayor, a la que prometimos que sería un gran evento, montada de caballito en los hombros de su papá. No sonríe.
Allí estaba ella, la llama olímpica. Vuelve a París cien años después de los Juegos Olímpicos de 1924. Cruzó 400 pueblos y ciudades francesas desde que en primavera arribó al puerto de Marsella, y ahora luce a dos metros de nosotros. Para nuestro espanto, ella no es de madera, como pensábamos, sino de acero reciclado y alimentada a gas. Y, hay que decirlo también, es pequeñita.
La sostiene un joven panadero originario de Sri Lanka. Viste de blanco y está orgulloso, como deben estar todos los que la sujetan Él llegó a Francia en 2006 y cuatro años más tarde se lanzó al mundo de los panes. Logró abrir su propia panadería hace unos meses y ya conquistó el Gran Premio de la baguette de tradición francesa.
Tharan integra ese selecto club de 10.000 relevistas que se pasan, día tras día, la antorcha de mano en mano. Aunque no siempre sea la misma. Hay 1.500 ejemplares suficientes para recorrer todo el camino. Los relevistas son, en su mayoría, gente simple y comprometida localmente.
Tras la decepción de la “llama enana”, los niños están desmotivados. Pero no todo está perdido. En vez de seguir a la marabunta hacia el ayuntamiento del distrito, cambiamos de idea, giramos a la derecha, dirección rue des Pyrénées, hacia nuestro nuevo destino: la panadería de Tharan. En la entrada, un mensaje escrito a mano, con prisa: “Estaremos cerrados durante 30 minutos a partir de las 18h”. El tiempo en el que todo el equipo ha ido a felicitar al patrón. Hacemos cola. “Hay mucha más gente de lo habitual”, comentan los clientes. Las dependientas están contentas. Salimos de allí con una baguette crujiente y apetitosa, concebida por un cingalés que no tuvo miedo de meterse en la “tradition française”.