¿Es seguro para una mujer el París olímpico?

La ciudad acoge los Juegos Olímpicos con un robusto equipo de seguridad, pero con pocos parisinos, nos lo cuenta en primera persona nuestra corresponsal M.Borges

Agentes de policia por las calles de París. EFE/EPA/MARTIN DIVISEK

Día de cambiar el escaparate. Una falda blue jeans Weekend de Max Mara pega muy bien con el cinturón Chloé Stora blanco y rojo de cuero tejido. Encima, una camisa blanca 100% algodón Meilleur Moment. El calzado es siempre italiano, unas sandalias de tacón azul marino Lorenzo Masiero. Pero todavía le falta algo al modelo. Tras uno y otro intento, la sinapsis: en el cuello, un pañuelo de seda Trait Paris. Blanco-rojo-azul. Ya está: la vitrina se prepara para la 33ª edición de los Juegos Olímpicos, los segundos que se celebran en la capital francesa desde hace exactamente un siglo. 

Mi jefa, una fina conocedora de tejidos, cortes y tallas, trabaja sola en su lujoso prêt-à-porter de París. Yo le ayudo de tres a cuatro días a la semana. Desde el último sábado, todo el escaparate es tricolor. Pero no todos lo comprenden o lo aprecian: “¿Es por la Euro?” -aunque el campeonato ya se ha terminado-, “¿Es adrede para el 14 de julio?”-día de la fiesta nacional, pese a que estamos en el 20-, “¡Suena al Frente Nacional!” -como se conoce al partido ultranacionalista que obtuvo 10 millones de votos en las legislativas anticipadas-. No le quedará otra a mi jefa que comprar la mascota roja de Marianne y dejarla bien visible. Que no quede duda: la vitrina es en honor a los Juegos Olímpicos de París. 

Falta de entusiasmo

Los malentendidos revelan el escaso entusiasmo de los parisinos con los Juegos. De la hostelería a la restauración, de los panaderos a los taxistas, todos se quejan. Pero mi jefa, de momento, está animada. La jornada, sin embargo, es más tranquila de lo habitual. Es mediodía y hubo solo cuatro ventas. Poquísimo. Ella empieza a agobiarse. Saca su cigarrillo electrónico y sale a ver si la frutería y la tienda de juguetes de enfrente tienen clientes. Vuelve más preocupada. 

Mientras quito el polvo de los vestuarios entra una clienta. La que va siempre en bici y no tiene pegas con vestidos sin mangas. Nos cuenta el periplo de la víspera: “Una pesadilla”. Su trayecto habitual de 20 minutos hasta el trabajo se convirtió en 2 largas horas. Calles cortadas al tráfico e incluso a bicis. No podía ni siquiera aparcarla e ir en metro, porque muchas estaciones también estaban cerradas. A partir del lunes, teletrabajo. Y el 25, a la montaña.  

Extrema seguridad

Una nueva clienta. Y otra. Y otra. “Imposible”, “El apocalipse”, “Madame Hidalgo (la alcalde socialista) nos quiere echar de París”. La ciudad. El tráfico cortado. Las barreras policiales. Las autorizaciones de desplazamiento. El QR code. La París de la víspera de los Juegos Olímpicos de 2024 se asemeja más a la de la pandemia de 2020-2021, del confinamiento, del toque de queda.  

Lo que describen, y que lo comprobé con mis propios ojos unos días más tarde, es una ciudad fantasma. Place de la République. Rue de Rivoli. Odéon con sus cines y librerías. El parque de Vincennes. Todo en silencio, con algunos puntos concretos hirviendo de coches y conductores nerviosos por el tráfico cortado o adaptado. Y, por todas partes, policías y militares. 

Por entonces, en mi burbuja, me sentía poco afectada. El aplicativo para facilitar los desplazamientos en tiempo real y los 415 km de ciclovías para acudir a todas las competiciones eran algo extraordinario. Pero a uno no le gusta que le sacudan la rutina, ni tener que despertarse a las 4 horas de la mañana para llegar al trabajo.  

En la tienda, está claro que mi jefa es la única motivada. Se entrena en inglés para acoger a los turistas. “Drrress”, “prrrice one hundrred”, con su “r” robusta de francófona. Pero los turistas, ellos, todavía no han aparecido. La clientela habitual sigue siendo mujeres cincuentañeras, propietarias y herederas. Suelen venir a menudo, una o dos veces a la semana, como en un curso de pilates.  

Pero este sábado, ellas son pocas y desmotivadas. Se quejan que no hay prendas verdes, o que solo las hay verdes, o que la talla no les va. Se quejan sobre todo de París. Una tras otra, ellas se despiden, anunciando sus vacaciones. Están contentas de poder huir. Pirineos, Canadá, México, Grecia. Nos miran, a mi jefa y a mí, con compasión. Porque la ciudad de los Juegos Olímpicos es una París sin parisinos. Todos los que se pueden pagar unas vacaciones en alta temporada o que tienen familia en cualquier otra parte del globo deciden marcharse. Mi jefa no se conforma: “Pero si nosotros los anfitriones huímos, ¿quien acogerá a los turistas? A mí me gusta ser bien acogida cuando viajo”.  

La culpa la tienen los Juegos Olímpicos, dicen. Ellos exigen unas inéditas medidas de seguridad que espanta a la gente. Son 45.000 policías franceses, 10.000 militares y 1.800 policías extranjeros, además de 22.000 agentes de seguridad privados, para asegurar las 40 sedes de competición y el resto de la capital. Porque París es una ciudad que no olvida la masacre terrorista de 2015 (en la discoteca Bataclán) y de 2016 (contra los periodistas de Charlie Hebdo). Un espía ruso detenido en París por sospecha de intentar sabotear el evento, otros altercados. Todo ellodemanda una París en alerta máxima. 

El resultado, de momento, es menos idílico de lo anunciado por el comité de organización del evento. Aunque nunca se vendieron tantos tickets en la historia de los Juegos, evitan la capital por miedo a la alta de los precios y el tumulto de las competiciones. De los 15 millones de turistas previstos, sólo un 13% es de extranjeros. Air France, socia de los Juegos, prevé pérdidas de entre 160 a 180 millones de euros. Los parisinos también se largan. No quieren algarabías. En los hoteles y en el AirBnb, quedan aún plazas por ocupar.  

Sacar al bebé de paseo es la excusa que tengo para “ver el ambiente”. Sin guardería de verano ni abuelos ni babysitter, embarcamos las dos en el bus 69: el que va de la tumba de Jim Morrison en el este parisino a la Torre Eiffel, pasando por la Notre Dame, el Louvre, el Sena. En resumen, el que está siempre apretado. Va vacío. Mi asiento cuesta ahora 5 euros, más del doble de lo normal (no tuve tiempo de cargar mi billete para residentes). Sube una pasajera y nos ponemos a hablar. Su hijo trabaja en una cadena de fast food cerca del metro Stalingrad. “Los clientes son los policías. No hay nadie más”.  

Inusualmente vacía

Parece verdad. Las calles están desahogadas, el bus avanza rápido. La conductora anuncia el fin del trayecto en el boulevard Beaumarchais. Cambio de planes. Tendré que bajarme siete paradas antes de lo esperado e ir a pie hasta donde pueda. La Plaza de la Bastilla, con sus terrazas antes disputadísimas, ahora está cercada por una barrera policial. De un lado pueden avanzar los taxis o coches con autorización y QR. Los demás deben cambiar su ruta. En la acera, una mujer hace una videollamada a su familia, atónita: “Mirad! Mirad lo que queda de París!”. Algunos turistas se hacen selfies. Hablo con el señor del quiosco. Con el señor que recoge la basura, funcionario municipal. Con el camarero pakistaní del Café Français. ¿Están motivados? “La verdad es que no”. Consigo andar hasta la Place des Vosges. El sol quema y el bebé se queja. Decido irme.  

Si la ciudad parece dormida, para mi jefa, que evoca emocionada la gente celebrando en las calles el Mundial de 1998, “el día más alegre de París, sin duda”, los Juegos están para vivirlos a lo grande. En mi íntimo creo que, en parte, tiene razón. Hay que festejar, por ejemplo, el hecho de que sean los primeros Juegos con casi paridad absoluta entre los atletas. Ella seguirá decorando su tienda para la gran fiesta. 

 

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