“Nuestro amor es el amigo que siempre está despierto. Es la sesión nocturna, el único bar abierto. Es la rave y es el humo. Es el éxtasis puro. Es el baile, es el ámame. Es el dame más duro”. Zahara ha sanado, ha crecido, ha mirado hacia dentro y ahora canta desde el amor. Ha encontrado un compañero inesperado de camino: el sosiego. Aquella rabia, aquel exorcismo que fue vómito ha quedado a buen recaudo después de salir y recorrer el mundo. Y ahora ella renace, con lentitud… y con ternura.
Las imágenes de la era Puta, rodeada de su banda, con esa iconografía de virgen impía que definió aquel disco, eran un escudo, una armadura para el viaje que emprendía entonces. Desde que gritó al mundo el abuso que sufrió a los 12 años hasta encontrar la paz en el hogar, la tranquilidad y el campo, ha atravesado un proceso que la ha transformado por completo. Sentarse a hablar con ella en una cafetería de Maricastaña es una mezcla entre una sesión de terapia psicológica, un café entre viejas amigas y un reconocimiento ensimismado de la generosidad que hay que tener para regalar al mundo, una y otra vez, tus aprendizajes vitales.
En plena vorágine de la gira de Puta, que terminó en una catarsis casi rave, la inspiración le llegó a Zahara de una forma inesperada: a través de la paz. “Me nacía hacer canciones desde la amabilidad”, recuerda. Ese cambio de mirada es el germen de Lento ternura, su nuevo disco, donde la crudeza da paso a la delicadeza, sin restarle profundidad. Es un trabajo que no niega el dolor, pero lo abraza sin ahogarse en él. Es Zahara explorando la ternura desde un lugar maduro, desde la seguridad de quien ya no necesita gritar para ser escuchada.

Portada del disco ‘Lento ternura’, de Zahara
Después de un disco lleno de rabia como fue Puta, ¿necesitabas reivindicar la ternura? De qué punto vital nace un disco como este?
Creo que conté tantas veces mi historia, hablé tanto del pasado y puse tanto el foco en las violencias y en el sufrimiento que acabé agotada. Incluso la propia gira de Puta estaba impregnada de esa agresividad: mi expresión corporal era dura, intensa, reivindicativa. Y cuando llegamos a Reputa, esa segunda parte del disco, sentí que había llegado a un límite. Todo lo que viví ahí sí que me dejó exhausta.
De hecho, empecé a escribir las canciones de este nuevo disco en plena gira, cuando ya nos habíamos desligado un poco de Puta. Recuerdo que tenía una necesidad enorme de escribir sobre otras cosas, de hablar de la belleza, del amor, de los afectos, del cariño. Quería escribir sobre mi amiga, sobre mi pueblo, pero desde un lugar distinto, sin esa mirada marcada por la experiencia problemática y traumática. Después de tanta rabia, de hablar de mi abuso… necesitaba reivindicar la ternura.
Fue ahí cuando surgieron canciones como Formentera, Nuestro amor o Tus miedos. Al componerlas, me di cuenta de que el hilo conductor de todo era la ternura, y entendí que, en realidad, era ahí donde quería estar. De alguna manera, me inventé el concepto de “lento de ternura” para tratar de definir la forma en la que creo que deberíamos tomarnos la vida.
Pero claro, imponerme ese ideal es complicado en un mundo que sigue siendo hostil y violento, en el que la violencia que narré en Puta no solo ha marcado mi historia, sino que sigue estando presente en mi vida. Ese “lento de ternura” se convirtió en algo aspiracional, en un estado que creía haber alcanzado, pero que en realidad se me escapaba. Me di cuenta de que en lugar de acercarme a él, lo que estaba haciendo era huir. Que este disco no iba de desaparecer o de evadirse, sino de enfrentarme a lo que me genera ansiedad e incomodidad, y aprender a hacerlo con una mirada más amable, al menos hacia mí misma.
¿Crees que es más revolucionario el amor que el odio, reivindicar desde la ternura que desde la rabia?
Estoy completamente de acuerdo. De hecho, en este proceso me he encontrado con reacciones sorprendentes. Antes incluso de conceder entrevistas, cuando enseñaba el disco a personas ajenas a mi entorno, algunas tenían un rechazo inicial. Me decían: “Ay, si vas de rosa y hablas de ternura, esto no puede ser reivindicativo”.
Y claro, yo siempre respondía que es muy fácil ser reivindicativa subiéndose a un escenario, tirándose al suelo y gritando por nuestros derechos. Pero, ¿por qué reivindicar desde la ternura tendría que ser menos combativo? Si en el fondo es igual de incómodo. ¿Por qué molesta verme producida, intentando encajar en un estereotipo de belleza que, en teoría, oprime? Yo, que he peleado contra ello, ahora me muestro de otra manera, y esa contradicción parece explotar en la cabeza de algunos. Pero precisamente va de eso.
Siempre intento generar preguntas, provocar incomodidad. No es como la portada de Puta, que tenía un impacto inmediato, pero aquí también hay un trasfondo muy potente. En el disco, en el libro, en todo lo que cuento. Como tú dices, reivindicar desde el afecto, el cariño y lo amable también es una forma de revolución.
¿Es posible la lentitud en un mundo como este?
Es complicadísimo. Vivimos en un mundo que no deja espacio para la lentitud, que nos empuja constantemente a la velocidad, a la urgencia, a la productividad, a ser perfectas, a encajar, a cumplir listas de tareas interminables. Nos han vendido esa idea de la “superwoman” que puede con todo, y yo misma la llevo incrustada en la cabeza. Pero detenerse y decir “No llego a todo, no puedo”, escuchar a una amiga sin mirar el móvil o pasar cuatro horas leyendo cuentos con mi hijo sin interrupciones, se ha convertido casi en un privilegio.
Nos dicen que hay que estar presentes, pero ¿cómo se hace eso en este mundo? Creo que, en los últimos años, hemos participado en la construcción de un relato distópico aterrador. Estamos en un momento en el que es necesario alzar la voz, denunciar lo que nos asfixia. Pero si solo nos quedamos en ese discurso de que todo va mal, acabamos aceptándolo como una verdad inevitable. Y eso nos lleva al cinismo, a la resignación.
Si asumimos que el desastre es irreversible, entonces da igual que nuestra ropa la haya fabricado alguien en condiciones inhumanas, da igual que consumamos productos traídos desde el otro lado del mundo sin preguntarnos por su impacto, da igual que veamos una película mientras contestamos WhatsApps y revisamos Instagram, o que los discos duren cinco segundos porque hay que escucharlo todo y rápido.
Pero si dejamos que ese discurso lo ocupe todo, si solo señalamos lo que está mal sin construir alternativas, estamos perdiendo algo esencial. Porque también existe otra distopía, la del cuidado, y aunque a veces parezca un mundo irrealizable, hay que imaginarlo y alimentarlo. Un lugar donde nos escuchemos de verdad, donde las redes sociales sirvan para mostrar la diversidad de las personas, de los cuerpos, de las mentes, de las vidas. Parece una utopía inalcanzable, más lejana incluso que el colapso del mundo.
Pero si queremos que exista, tenemos que sostenerla de alguna manera, aunque solo sea recordando que es posible. Aunque a veces volvamos al otro lado, porque no hay más remedio. Pero al menos, no la descartemos tan rápido.
¿La reivindicación de los cuidados es a veces discursiva, teórica? Es, como dices, una distopía?
Sí, creo que muchas veces la reivindicación de los cuidados se queda en lo discursivo, en lo teórico. Hay algo que atraviesa todo este disco, que es la sensación de no estar realmente presente en los lugares. Decir “quiero estar aquí”, pero darte cuenta de que, en realidad, no te estás enterando de nada porque tu carga mental es abrumadora, como una garrapata enorme en el cerebro.
¿Cómo podemos vivir así? ¿Cómo nos bajamos de esta rueda? ¿Te bajas tú o me bajo yo? ¿O lo hacemos a la vez? En mi caso, he podido parar en algunos momentos de mi vida porque tenía un compañero que decidió hacerlo conmigo, que compartía la sensación de que la prisa nos estaba haciendo daño. Pero esto es un privilegio, porque no todo el mundo puede permitírselo.
A veces lo digo: el verdadero lujo no es viajar o estrenar ropa, sino poder quedarte quieta frente a un paisaje sin sentir la necesidad de mirar el móvil. Pero, ¿quién puede permitirse eso? Estamos tan saturados de estímulos que, cuando por fin llegamos a ese momento que parecía idílico, no logramos disfrutarlo. Porque en el fondo hay preocupaciones más urgentes: la hipoteca, el trabajo, la incertidumbre. Y entonces, en lugar de detenernos, pensamos: “Aprovecha y contesta esos mails, así luego tendrás menos carga”.
Por eso, aunque invito a la gente a parar, también sé que no es tan fácil. No es solo cuestión de voluntad, sino de poder desconectarse de un sistema que nos exige estar siempre disponibles. A veces, intentarlo genera más frustración que alivio. Como cuando te dicen que medites para calmarte, pero al hacerlo no puedes dejar de pensar en todo lo que tienes pendiente. Y ahí está la trampa: creemos que meditar es dejar la mente en blanco, cuando en realidad es hacerle espacio a nuestros pensamientos sin castigarnos por ellos. Pero bueno, ese es otro tema, porque podría pasarme horas hablando de la meditación… me fascina.
Hay un problema de tiempo, y de privilegio, pero ¿crees que hay vértigo, que nos da miedo parar y mirar hacia dentro?
Sí, creo que hay vértigo. Nos da miedo parar porque, cuando lo hacemos, nos enfrentamos a un vacío que no estamos acostumbrados a gestionar. Si te detienes y miras el paisaje, ¿qué te va a producir? Nada. Y eso nos resulta inquietante porque estamos intoxicados de estímulos constantes. De hecho, ya existen clínicas de desintoxicación de dispositivos, lo cual lo dice todo.
Pero no es solo el móvil o las redes. También sucede con el entretenimiento: enlazamos un concierto con otro, vemos series y películas más por la conversación que van a generar que por el placer de disfrutarlas. Ahí ya hemos eliminado el disfrute del propio momento. Me impacta esa mentalidad de “me encanta algo, así que me lo veo todo de golpe”. Es un reflejo claro de nuestra ansiedad por consumir más que por disfrutar.
Cuando algo me gusta mucho, intento que me dure. Si alguien me ha preparado un plato increíble, procuro saborearlo en vez de engullirlo sin darme cuenta. Pero claro, decir esto suena casi ingenuo, porque no depende solo de la voluntad individual. No se trata de que uno decida salirse de esta dinámica y, de repente, sea libre. El sistema entero nos empuja a lo contrario.
Es lo mismo que ocurre con la presión estética: no basta con que una persona diga “yo me libero de esto” para que el problema desaparezca. Es un mecanismo mucho más grande, y romper con él en lo individual es, como mínimo, complicado.
¿Cuál es tu relación con la presión estética y los cánones de belleza?
Toda mi vida he vivido bajo la presión de unos estándares de belleza que debía alcanzar, adaptándome a una normatividad que no escogí. Y ahora, llego a los 41 años y se espera que, de repente, me quiera tal como soy. ¿Cuántas veces he escuchado: “Ay, Zahara, tú no”? ¿Yo no qué? ¿No puedo hacerme un retoque, no puedo operarme, no puedo modificar mi apariencia? ¿Por qué no?
He recibido el mismo bombardeo que todas sobre cómo debería ser mi cuerpo y cuánto debería odiarlo si no encaja en esos cánones. Pero ahora, ¿se supone que debo aceptar sin más que voy a envejecer, que mi piel va a cambiar y que todo eso está bien? O quizá también tengo derecho a cuestionármelo, a preguntarme si en algún momento acabaré haciéndome algo o no.
Y, además, ¿tengo que juzgar a quien sí lo hace? ¿Por qué? Esto es un reflejo más de la exigencia constante de estar bien, de ser fuerte, de aceptarlo todo sin titubear. Claro que hay una parte de responsabilidad individual, pero salir de esa dinámica no es fácil. Como decías antes, “bájate tú o me bajo yo”. ¿Cómo se hace eso si el sistema entero nos empuja en la dirección contraria?
Es lo mismo que ocurre con la necesidad de estar presente, de ser parte de la conversación, de no desaparecer del mundo. Cuando me fui a vivir fuera de Madrid la mitad del tiempo, Martí [pareja de Zahara] se fue del todo. Al principio le generaba ansiedad no estar en ciertos círculos, notar que la gente dejaba de llamarle. Hasta que un día se dio cuenta de que, quizá, tampoco quería estar en esos lugares.
Ese miedo a no estar, a desaparecer, es en el fondo miedo a no ser querido. ¿Qué pasa si te vas a un sitio donde, a priori, no pasa nada? Pues que te encuentras contigo mismo, te conoces, te descubres. Y a lo mejor descubres que puedes mirar el paisaje durante 40 minutos y que eso te llena más que cualquier plan. Pero nos han enseñado que la calma es algo negativo, que si estás parado es porque te estás perdiendo algo.
En la pandemia no pasó eso porque todo el mundo se detuvo a la vez. No había FOMO, no había comparación. Pero cuando la vida sigue para los demás y tú te quedas fuera, la ansiedad es brutal. Me pasó cuando fui madre. Mi ex marido se reincorporó al trabajo y yo sentí que la vida seguía para él mientras la mía se detenía. En vez de verlo como una oportunidad de estar con mi hijo, de disfrutar ese tiempo, solo sentía angustia por estar fuera de la conversación, por no tener nada que decir, por no poder retener información.
Ahora lo veo con otra perspectiva. Me perdí la oportunidad de vivir esa pausa de otra manera. Pero bueno, en su momento no supe hacerlo, y tampoco voy a juzgarme por ello. Al final, el mundo sigue y, cuando vuelves, te reincorporas rápido.
En esta dinámica de vivir deprisa, ¿cómo te paras y haces un disco? ¿Es para ti, o para tu público?
Y a la vez, cuando has hecho lo que creías que tenías que hacer, es cuando más acogida has tenido…
Sí, es curioso, pero cuando he hecho realmente lo que quería hacer, es cuando más acogida he tenido. Creo que las personas buscan cosas genuinas. No todo el mundo quiere lo mismo todo el tiempo. A veces solo quieres una canción que te haga bailar, sin más, y no hay que juzgarlo. Pero cuando algo nace de las vísceras, cuando no se doblega a la opinión pública, sino que es prisionero de sus propios deseos, me fascina.
Me encanta cuando en una obra hay contradicciones, cuando el creador se está explorando a sí mismo y lo vuelca sin filtros. Esas narrativas me atrapan porque conectan de una forma brutal. Y yo intento que eso esté siempre en mi música. Creo que mi público lo aprecia. Y quizá, de manera inconsciente, eso me permite seguir creando desde un lugar genuino. Hemos construido juntos un camino de confianza durante años, y eso me da libertad.
Otra cosa es cuando la creación tiene que convertirse en producto. Ahí aparece la Zahara empresaria, la que se enfrenta al marketing, al éxito, a los logros. Y ahí todo se complica. La creación sigue siendo pura, pero cuando hay que venderla, la bola se hace cada vez más grande.
Cada disco ha sido un “albergue”, una “posada”. ¿Este disco es un al fin una meta, un lugar de llegada?
Creo que, por la edad que tengo y por todo lo que he vivido, especialmente después de atravesar Puta y sobrevivirlo, sí siento que he llegado a un lugar. No sé si es un destino final o simplemente otra casilla de salida, quizá la misma en la que estuve años atrás, pero definitivamente es un sitio al que he llegado.
En la propia composición del disco, al principio todo es huida, pero luego surge la necesidad de aceptarme. Cuando veo que las canciones hablan de violencia, de ternura, de demasiadas emociones, me pregunto: ¿dónde está la ternura? Porque sí, hay una canción llamada La ternura, pero la ternura me da más ganas de morirme que todas las demás. ¿Dónde está realmente la ternura?
Y entonces lo entiendo. Se trata de eso. Llego a una conclusión que ya vislumbré con Puta, pero que aquí se hace más compleja: la aceptación, no solo de mis demonios y mis tinieblas, sino también de las partes de mí que no son agradables. No soy siempre maja, no siempre tengo pensamientos buenos. He sido víctima, pero también juzgo, señalo, me enfado.
En Puta acepté las violencias que sufrí, pero en este disco también acepto que, en ciertos momentos, yo ejerzo violencia sobre otros. Y eso hace que algo haga click en mi cabeza. No significa que me haya transformado completamente ni que tenga la panacea para nada, pero sí me siento más asentada.
Creo que por eso, por primera vez en mi vida, he sentido la necesidad de comprarme una casa. Siempre defendí la idea de no echar raíces, de no comprometerme con un lugar fijo porque ¿y si luego no me gusta? Prefería vivir en el presente, sin ataduras. Pero ahora quiero estar en un sitio durante mucho tiempo.
Y no solo es un hogar físico, es también un lugar emocional. Un espacio desde el que quiero seguir aprendiendo. Siento que he llegado a un conocimiento que es amable conmigo, y eso me gusta. No quiero que se vaya.
Es un proceso en el que me enfrento a mis miedos, a mis temores, a mis terapias… Pero lo más bonito de todo esto, lo que me ha encantado descubrir, es que no solo me atrevo a ser honesta, sino que también reivindico el amor. El ser amada. Y eso es algo que antes no me permitía.
¿Cómo reivindicar el amor sin caer en los discursos del amor romántico, del amor tóxico, del “necesitar al otro”?
El amor nos ha maltratado, nos ha hecho daño. La propia palabra ha sido usada de maneras que nos han oprimido, que nos han hecho creer que amar es necesitar, depender, aferrarse al otro. Por eso, para mí es importante haber escrito una canción como Nuestro amor, porque significa que he podido hacer una canción bonita, sexy y divertida sobre una relación sin caer en todas esas ideas que antes tenía sobre lo que “debía” ser el amor.
He aprendido a alejarme de la permanencia forzada, de la sujeción, de la idea de que la seguridad me la tiene que dar el otro. La seguridad la llevas tú a la relación. Si la tienes, genial, y si no, la construyes, pero nunca depende del otro, depende de ti. Este ha sido un aprendizaje largo, de años, y ahora estoy en una relación en la que me siento más libre que nunca, donde puedo ser yo misma todo el rato, marcar mis límites y respetar los del otro.
Reivindicar este tipo de amor me parece fundamental. Un amor que no nace de la necesidad vital, del contéstame, dime dónde estás, de sentirte bien solo cuando el otro te ve. No, tú ya estás bien. Que el otro te vea es bonito, pero antes tienes que haberte visto tú misma. Y no sé cuánto durará este amor, pero ha sido un viaje precioso, lleno de momentos de aprender a encontrar esos límites, de convertirlos en diálogo. No siempre es fácil, pero creo que el amor es, precisamente, tener esas conversaciones incómodas con la persona con la que tienes el conflicto, no con tu amiga con la que te desahogas del “gilipollas” que tienes en casa.
Antes me callaba, me guardaba lo que sentía hasta que, sin darme cuenta, algo dentro de mí se iba pudriendo. Y cuando salía de la relación, en realidad, hacía tiempo que ya estaba muerta. Ahora siento que el amor no es una cuestión de tiempo ni de tamaño, sino de honestidad y respeto. Y aunque suene sencillo decirlo, llegar a sentirlo de verdad me ha costado 40 años.
Reivindicar el amor no es algo ñoño, es algo sexy. Y al mismo tiempo, también creo que necesitamos a los demás. No desde la dependencia tóxica, sino desde la honestidad. Una cosa es el amor que oprime, el que te asfixia si el otro no responde, y otra muy distinta es saber que tienes a alguien con quien puedes ser completamente sincera y decirle no llego sola, necesito de ti. Y que esa persona lo deje todo para estar ahí, para cuidarte, para salvarte si hace falta. Eso me parece una maravilla.
Porque en este mundo cada vez más individualista, donde parece que lo único que importa es salvarse a uno mismo, es un acto de amor decirle a alguien: ¿qué necesitas de mí? Estoy aquí para ti. Tener una amiga que esté a tu lado en esos momentos es lo mejor que te puede pasar en la vida.
En Demasiadas canciones haces una crítica feroz a la industria musical. ¿Sigues viviendo esa desigualdad, sigue siendo machista la industria?
Sí, la industria musical sigue siendo machista. Han cambiado muchas cosas, es cierto, y decir que todo sigue igual sería injusto y fatalista. Hay muchas mujeres haciendo cosas increíbles, bandas formadas solo por mujeres, artistas visibilizando a las lesbianas, a las mujeres, a la diversidad. La escena está más nutrida que nunca y eso es un cambio.
También ha cambiado la forma en la que muchas mujeres se ven a sí mismas, cómo colaboran entre ellas, cómo se han cansado del discurso de los hombres y buscan su propio espacio. Y, en la escena independiente al menos, veo que algunos hombres jóvenes están empezando a relacionarse de otra manera con las mujeres en la música. Lo agradezco. Pero esto no debería ser una excepción ni un logro, debería ser el punto de partida.
Porque sigue habiendo machismo. Porque sigue pasando que una mujer sube a un escenario y lo primero que le preguntan es si es la novia de alguien. Porque estamos en 2025 y todavía tenemos que demostrar que merecemos estar ahí.
Y hay algo peligroso en todo esto: como ahora hay más mujeres en la música, parece que el problema está resuelto. Que ya está, que podemos dejar de hablar del tema. Pero si sigo siendo “pesada” con esto es porque las cosas no han cambiado lo suficiente. Ha sido muy difícil para mí y si tengo que seguir quejándome para que otras lo tengan más fácil, lo haré con gusto.
Un día Jimena Amarillo dijo: “Si hubiese tenido que pasar todo lo que pasó Zahara, no estaría aquí”. Y yo pienso: Pues sí. Pero en su momento, yo estaba tan sumergida en el sistema heteropatriarcal que ni siquiera veía la opresión que vivía. Si hubiera sido consciente, quizá lo habría mandado todo a la mierda.
Ahora que me he quitado la venda, no puedo evitar pelear por esto. Y sé que no todos los discursos tienen que ser tan directos o tan combativos, que cada una se posiciona como quiere. Pero mientras yo siga cargando con el peso de lo que ha significado ser mujer en esta industria, voy a seguir hablando.
El día que entre en cualquier sitio y sienta que se me trata exactamente igual que a un hombre, quizá me calle. Hasta entonces, seguiré diciendo lo que pienso, aunque moleste a esos que se creen aliados porque el 8M suben una foto con sus amigas músicas, pero nunca señalan a sus amigos, esos que han permitido cosas que no solo están mal, sino que en algunos casos deberían haberse denunciado. Así que sí, soy una pesada. Pero más pesados sois algunos.