Celine (Anne Hathaway) y Alice (Jessica Chastain) son amas de casa ricas en la América suburbana de los años 60. Las dos vecinas tienen sendos hijos de nueve años adorables y maridos trabajadores pero atentos. Las dos habitan casas de madera luminosas rodeadas de jardines cuidados y en cuyas entradas reposan coches relucientes. Ambas, pues, viven existencias aparentemente ideales… hasta que la tragedia se infiltra en ese pequeño paraíso y, tras ir exponiendo gradualmente pequeñas fracturas en los matrimonios y en las psiques de ambas mujeres, acaba destrozándolo.
Esa es la premisa de la ópera prima como director de Benoît Delhomme, prestigioso director de fotografía cuya filmografía incluye tanto una generosa cantidad de dramas de época visualmente deslumbrantes –como El talento de Mr. Ripley (1999) y La teoría del todo (2014)– como vistosas piezas publicitarias para marcas como Dior y Chanel. Explicar aquí ese detalle de su currículum aquí tiene mucho sentido, puesto que ayuda a explicar lo bueno y lo malo de Vidas perfectas, este thriller bellamente filmado pero psicológicamente superficial modelado a partir de la muy superior intriga belga Instinto maternal (2018).
Delhomme empieza a tratar de insuflar suspense a la premisa arriba resumida cuando, tras la muerte accidental de su hijo, Max, Celine se obsesiona con el de Alice, Theo. A partir de entonces, una sucesión de acontecimientos que admiten explicaciones contrapuestas -un juguete robado en el ataúd de Max, una reacción alérgica por consumo de nueces evitada en el último momento, cosas así- va tejiendo una red de sospechas en la mente de Alice, abrumada por el sentimiento de culpa tras lo sucedido. ¿Está su vecina tratando de hacerlos a ella y a su familia pagar por ello? ¿O son solo imaginaciones suyas?
Los accidentes misteriosos y las acusaciones en caliente se acumulan, los celos y los engaños van quedando en evidencia, y entretanto Delhomme intenta sumirnos en la inseguridad -¿con qué personaje deberíamos identificarnos? ¿Cuál de ellos representa una mayor amenaza?- y aumentar la tensión echando mano de planos tan cortos de los rostros de la Hathaway y Chastain que hasta nos permiten descubrir cuál de las dos tiene mejor cutis.
La gran baza de Vidas perfectas está precisamente en las actuaciones de las dos actrices. Hathaway deja claro desde el principio que algo siniestro se oculta tras el barniz de dulzura y candidez del que Celine se presenta recubierta, y Chastain retrata con sutil precisión la incomodidad que Alice siente en la piel de una ama de casa. “¿Para ti es suficiente esta vida?”, le pregunta a su vecina, y entretanto apenas se molesta en disimular la desesperación con la que ansía reincorporarse en su puesto de trabajo como periodista. Mientras las contempla, la película se esfuerza por mostrar gran preocupación por la presión que la sociedad estadounidense de los años 60 ejercía sobre las mujeres para que cumplieran de forma obediente y adecuada con su papel de esposas y madres, y por poner en contraste las fachadas pulcras y resultonas de ese mundo con los tormentos interiores ebullendo tras ellas para insistir en que la opresión doméstica produce neurosis terribles.
Lo cierto, sin embargo, es que Delhomme en ningún momento penetra más allá de la superficie de esa idea; en lugar de explorar el trauma experimentado por Celine y Alice y la amenaza que sus efectos representan para las vidas de aquellos que las rodean, se contenta con mostrar a sus protagonistas impecablemente peinadas -Chastain como Tippy Hedren, Hathaway como Jackie Kennedy- y ataviadas con una interminable variedad de vestidos deslumbrantes y zapatos de tacón de aguja que, por supuesto, no son más que el disfraz usado por sus personajes para encajar en el entorno.
Quizá un director más dotado que Delhomme para el manejo de la exageración emocional y el ‘kitsch’ había sabido convertir Vidas perfectas en lo que durante buena parte de su metraje pide a gritos ser: una orgía sentimental desaforada y capaz de reírse de sí misma en la línea de ¿Qué pasó con Baby Jane? (1962). En lugar de eso, la película no llega a exhibir ni la envergadura de un gran melodrama, ni la solidez argumental del buen cine negro, y se limita a emular de forma tan simplista las maneras tanto de Douglas Sirk como de Alfred Hitchcock que por momentos -demasiados- acaba coqueteando involuntariamente con la parodia.