Para hablar del segundo largometraje dirigido en solitario por Pablo Hernando, probablemente lo más adecuado sea empezar por una palabra, que también es un nombre: Melville. Después de todo, no solo le pertenece a uno de sus personajes principales sino también –de ningún modo por casualidad– a los autores de dos de los referentes esenciales de la película, el escritor Herman Melville y el cineasta Jean-Pierre Melville.
El primero es el creador de uno de los animales más célebres de la literatura universal, Moby Dick –una ballena, cómo no–, símbolo del destino, la maldad, un poder superior y varios conceptos más, o tal vez ninguno de ellos; el más famoso de los thrillers dirigidos en su día por el segundo, El silencio de un hombre (1967), convirtió la figura del asesino a sueldo lacónico, imperturbable y extremadamente meticuloso en arquetipo cinematográfico fundamental. Tomando esos dos iconos como base, Hernando presenta aquí un relato a medio que hibrida el ‘neo-noir’, la ciencia-ficción y el subgénero abanderado las historias de H.P. Lovecraft conocido como terror cósmico, y en el que se confunden lo fantástico con lo cotidiano, lo humano con lo monstruoso y la aparente calma con la sensación permanente de amenaza.
Lo que distingue a Ingrid (Ingrid Garcia-Jonsson) y la convierte en una asesina letal es su habilidad para infiltrarse y desaparecer sin dejar rastro. Lo descubrimos al principio de la película, en una escena durante la que la joven se involucra sin saberlo en la guerra que dos contrabandistas gallegos emprenden por el control de un puerto. No tardamos en comprender que Ingrid se mantiene vinculada a un poder que al parecer emana de otro mundo, un lugar poblado de criaturas abisales que le confieren habilidades especiales pero van mermando su humanidad; Hernando lo representa a través de una sucesión de secuencias oníricas que establecen lo profundo como metáfora de la alienación creciente que su antiheroína sufre al avanzar en su misión y asomarse cada vez más de cerca al abismo emocional y psicológico. En su piel, erigida en un trasunto de la Scarlett Johansson de Under the Skin (2009), García-Jonsson saca partido dramático de sus raíces nórdicas para dotar al personaje de un acento particular y subrayar su personalidad fría e impasible.
A medida que observa a Ingrid, Una ballena exhibe una puesta en escena austera, una sucesión de localizaciones fantasmales dotadas de tonos fríos y metálicos, un ritmo de parsimonia hipnótica que sintoniza con el hieratismo de los personajes, y una atmósfera de gelidez sombría y enigmática. Habrá quienes, a tenor de su hermetismo deliberado y su calculada morosidad narrativa, la acusen de ser vacua y pretenciosa, y su negativa a ofrecer significados obvios e inmediatos será vista por otros como mera indefinición como la evidencia de un mero ejercicio de estilo.

Sea como sea, Una ballena plantea cuestiones acerca de la oscuridad que anida en cada uno de nosotros, el conflicto entre nuestra naturaleza humana y nuestros instintos animales y la presencia de la inexplicable en nuestra realidad, con sutileza y dando más relevancia a lo que se calla que a lo que se dice, y dando un espacio extraordinario al espectador para que saque sus propias conclusiones acerca de lo que ve en pantalla. Antes de sentarse frente a ella conviene recordar que, en última instancia, Moby Dick representa todo aquello que es misterioso e incognoscible del universo, y que la cruzada fanática del capitán Ahab por dar caza al animal no representa sino la insensatez de quienes tratan de luchar contra lo desconocido en lugar de hacer las paces con ello.