Crítica de cine

‘Tardes de soledad’: saben aquell que diu que era un torero?

"Tardes de Soledad", la película de Albert Serra ganadora de la Concha de Oro, del festival de San Sebastián y galardonada y alabada en otros muchos certámenes cinematográficos de todo el mundo, llega a los cines el 7 de marzo

Cartel de la película 'Tardes de soledad', de Albert Serra
Cartel de la película 'Tardes de soledad', de Albert Serra

Para unos “Albert Serra noquea San Sebastián mostrando el absurdo y la violencia de los toros”. Y para otros “el documental ensalza la tauromaquia y Cataluña se rinde ante la maestría de Albert Serra”.

Aunque no lo parezca, estamos hablando de la misma película, un documental sobre la lidia del toro -y algo más- que se llama Tardes de soledad, que además ganó la Concha de Oro en el pasado Festival de San Sebastián y que se estrena en salas esta semana. Logró su autor lo que anhelaba: que se hable de él y en todas las direcciones. Gran broma macabra la de este Robespierre rockabilly del siglo XXI.

Albert Serra, tras recoger la Concha de Oro por 'Tardes de soledad'

Albert Serra, tras recoger la Concha de Oro por ‘Tardes de soledad’

La postura fílmica del cineasta Albert Serra, especialmente en su anterior y más accesible creación, Pacifiction (2022), tiene muchos vasos comunicantes con el cine documental: es contemplativa, un poco desidiosa, fría como un bisturí, subrayada y emocionalmente distante. Por lo tanto, no es de extrañar que su camino le haya traído hasta este género cinematográfico y haya firmado su mejor obra, elevando este axioma hasta el paroxismo, sea esta taurina, antitaurina, o todo lo contrario.

Para degustar los primarios sabores de Tardes de soledad, la ubicación emocional -línea editorial lo llaman los de arriba- es especialmente importante. En mi caso, soy un afortunado, pues tengo la inmensa suerte de ser una vaca mirando al tren del toreo: ni me gusta ni me disgusta, simplemente me da igual. Ni soy animalista ni lo contrario, ni creo que sea un asesinato o una misa sangrienta, ni lo catalogo como un arte. Simplemente, no ocupa ningún espacio en mi cerebro esta, como algunos la llaman, manifestación colectiva, acto volitivo, carnicería coreografiada… rellene usted a su antojo. En eso Serra y yo somos iguales, aunque él niegue esta indiferencia por cuestiones obvias. Ya me gustaría parecerme a él en algo más.

Necesaria equidistancia

Y permíteme que arrime el ascua a mi sardina, pero está claro que la mejor manera de acercarse a Tardes de Soledad es desde esa cierta equidistancia, pero no la famosa que preconizaba Julio Medem en su otro documental La pelota vasca: la piel contra la piedra (2003), justo cuando no había que serlo: limpia, no retorcida por filiaciones tribales (pro y versus), ni morales, ni políticas, ni higiénicas. Sería un poco “hacerse el japonés” y contemplar este espectáculo con virginidad extraterrestre: qué naif, ¿verdad? En España se me antoja milagroso, aunque puedes acercarte. Yo casi lo logro. Ni siquiera se llama desdén, es todo mucho más aséptico. Yo lo titularía Indolencia Equidistante Medemiana o, como se ha dicho de toda la vida de Dios, “mirar como las vacas al tren”. Apostaría a que Serra andaba en ese estado mental, el de vaca, antes de que las gentes del Máster de Documental de la Pompeu Fabra le convencieran para rodarla: la mirada vacía del bóvido es un territorio muy propicio –y sano– como punto de partida para la creación autoral. Que se lo digan a David Attenborough. Luego ya te metes y te envenenas, claro está.

Cartel de 'tardes de soledad', de Albert Serra, galardonada con la Concha de Oro

Cartel de ‘tardes de soledad’, de Albert Serra, galardonada con la Concha de Oro

Por lo tanto y si nuestro objetivo es analizar una obra –ya veremos después si es “de arte”–, empecemos por el sano ejercicio de la asepsia quirúrgica y olvidémonos de los contextos políticos y folclóricos adheridos a esta película desde su presentación en el Zinemaldia.
Así que, ¿de qué trata Tardes de Soledad?

Situados en el lugar común del espectador medio y bajo el prisma de la narración estándar, esta película no va de nada, básicamente como el resto de la filmografía del director. Ya veremos más adelante que Serra, si de algo puede presumir, es de ser coherente, incluso en la aparente inanidad de su corpus creativo. En otra capa más compleja, el cineasta trata de desnudar, con distancia y estupor, la experiencia profunda de un torero ante su opción fundamental y muestra el recorrido, desprovisto de todo folclorismo y través de los cosos de ciudades sin nombre, de su quehacer íntimo y su relación con la muerte.

Del hiperrealismo a la abstracción

Desde el punto de vista técnico, troncal para explicarla y aunque su creador posturee con que eso es lo de menos, la(s) cámaras(s) de Serra van armadas hasta los dientes con teleobjetivos –subtexto de la lejanía física y emocional del director ante lo narrado– y acercan tanto su mirada que aplanan el horizonte, pasando del hiperrealismo documental a una abstracción conceptual, marca de la casa, tan esteticista como atrayente. Serra (con)centra tanto el plano que lo atomiza y éste adquiere una densidad aplastante. Es a través de esta estrecha falla donde Tardes de Soledad se cuela y desparrama toda su capacidad de fascinación.

Albert Serra, durante el rodaje de 'Tardes de soledad'

Albert Serra, durante el rodaje de ‘Tardes de soledad’

Desde el punto de vista narrativo, la película es ciertamente estimulante. Su larga duración para un documental, más de dos horas, en las que el arco dramático del protagonista –el torero– no avanza, apuntala la obsesión de Serra por el subrayado y lo repetitivo y esconde un declarado manifiesto sobre la muerte, que se completa en metáfora del furgón como ataúd, donde el torero peruano Andrés Roca Rey –al que por cierto parece que no le ha gustado nada el resultado, ¿por qué será?– y su cuadrilla se envasan al vacío en una claustrofóbica puesta en escena.

Probablemente estas secuencias sean lo mejor del largometraje, pues simbolizan lo que Serra, en realidad, nos quiere contar. Estamos ante el devenir de un universo paralelo, el del macho atávico y telúrico, al que uno asiste atónito, alegoría de la vida, pero, sobre todo, de la muerte: el matador ya está muerto, sin tan siquiera proponérselo. “¡La vida no vale nada!”, le exclama un subalterno al torero. Perfecto diálogo involuntario con su arte. No el de Roca Rey, sino el de Serra.

En ese sentido, la acción fílmica de Tardes de soledad funciona admirablemente como ejercicio teórico y abiertamente esquinado que muestra el toreo como algo ancestral, completamente al margen de su imaginería exterior: no encontramos aquí ni rastro del aficionado –en constante fuera de campo–, prensa, gomina, gafas de aviador, puros o camisas rosas. Todo está destilado en el alambique de una introspección acumulativa, reflejada en el contraste, a veces humorístico, entre la parquedad rocosa y altiva de Roca Rey y la locuacidad tabernaria de su cuadrilla. Lástima que la intoxicación que todos tenemos por este fenómeno ¿cultural? lastre la pureza de su visionado.

Fotograma de 'Tardes de soledad', de Albert Serra

Fotograma de ‘Tardes de soledad’, de Albert Serra

Y desde el tercer punto de vista, el de la cadena de valor cinematográfica, la obra está construida y cincelada en la sala de postproducción. Yo diría que cumple más con el mantra del montaje wellesiano de “construir es destruir” que con el hitchcockiano de “la película está en la cabeza del director”: más de ¡800! horas de grabación, un Gran Hermano taurino que permite a Serra apoltronarse en la silla y editar sus artefactos audiovisuales, más densos que un polvorón y perfectamente coherentes –aunque se trate de su primer trabajo abiertamente documental–, con el resto de su cinematografía. Como complemento merece la pena destacar el extraordinario trabajo de sonido, prodigiosamente cosido con la imagen que apuntala, subraya y enriquece formalmente la propuesta de Serra.

Tardes de soledad es un filme trampa. Puede verse como una gran boutade sobre el mundo de los toros o como un homenaje a él. Yo me decantaría por lo primero, aunque si eres una vaca, eso es lo de menos. Queda, pues, el puro cine y su poder para desnudar la realidad escamoteada: revelador, valiente, estético y, como defiende quien esto escribe, aunque obra irregular en muchos tramos, al menos intenta transitar caminos inexplorados, buscadores de conchas inéditos en nuestra industria. Por suerte no soy el único que piensa así: el Jurado del Festival de San Sebastián también, que le abrió su Puerta Grande.