No tuvo nunca el más mínimo pudor en denunciar un neofeminismo que le parecía la más descarada, trágica y al tiempo grotesca traición al verdadero espíritu del feminismo. A la lucha por la igualdad, los derechos y la liberación de la mujer, ejemplificada por las originales sufragistas, pensadoras, artistas e intelectuales revolucionarias que consiguieron abrirse paso por entre una cultura machista y patriarcal secular.
Para Annie Le Brun, fallecida el pasado 29 de julio, con 81 años, el movimiento que comienza con la llamada “Segunda ola del feminismo” teniendo su apogeo a finales de los años setenta y primeros ochenta, era ya “una jauría aulladora” que “se arroga escandalosamente el derecho a hablar en nombre de todas las mujeres.” La ensayista, pensadora, polemista, crítica de arte y literatura, experta en Sade y la novela gótica, pero sobre todo poeta surrealista, hablaba así en el programa televisivo francés Apostrophes, en febrero de 1978, confrontada con militantes feministas como Gisèle Halimi, a quien reprochaba su pretensión de purgar, por su presunto sexismo, a Sade, Baudelaire, Lautréamont, Miller, Bataille, Freud, Breton, Novalis… “quienes caerán bajo los golpes de la estupidez militante”. Estupidez para la que tenía un epíteto especialmente punzante: “estalinismo con enaguas”.
Cualquiera que conozca, si quiera someramente, la vida, obra y personalidad de Annie Le Brun, difícilmente podría calificarla de reaccionaria, tradicionalista o, como más de uno intentara a lo largo de los años, representante de la “nueva derecha”. Nacida en 1942 en Rennes, en 1963 conoció a André Breton, el padre del Surrealismo, movimiento al que se unió decididamente hasta la disolución oficial del mismo, en 1969. Amiga de la pintora checa Toyen, quien ilustró su primer libro de poesía, Sur le champ, participó activamente en la Revolución estudiantil de Mayo del 68, contrajo matrimonio con el poeta surrealista croata Radovan Ivšić, quien fuera perseguido primero por los fascistas y después por el gobierno comunista de Yugoslavia, y pese a la progresiva desaparición de sus compañeros de viaje, siguió manteniéndose fiel hasta el último instante a sus ideas antiautoritarias, libertinas, rebeldes y transgresoras.
Como rezaba el artículo que le dedicó Judith Perrignon en Libération, en marzo de 2001: “Está completamente sola. Su tribu ha desaparecido. Fue la última de los surrealistas”. Pero siempre irreductible a los halagos y tentaciones del poder. Quien detestaba y denunciaba con profunda repugnancia la ecuación que ha convertido hoy “la subversión en subvención”, rechazó puestos como profesora y premios honoríficos. Cuando, tras un amplio y elogioso artículo sobre su obra en Le Monde, el Ministerio de Cultura llamó a su editorial con intención de proponer una condecoración al mérito nacional de las Artes y Letras para Annie Le Brun, su respuesta fue: “Qué se jodan” (o en francés, que es más fino: Qu´ils aillent se faire foutre).
Al contrario que muchas escritoras e intelectuales que pasaron de un feminismo inteligente, justo y necesario, que no renegaba en absoluto del erotismo, la diferencia y la fantasía, para acabar siguiendo el ritmo de los tiempos y sus conveniencias, sosteniendo después posiciones puritanas y convencionales, como su odiada Marguerite Duras o la antes pro-pornografía y pro-prostitución Valerie Despentes, la veterana Le Brun nunca dio un paso atrás.
Quien denunciara abiertamente la feminización del lenguaje, la uniformización de la mujer a través de un feminismo militante, subrayando el rechazo que el término “militante” provocaba en ella, sentía como profundo insulto el desprecio que el Surrealismo provoca entre las feministas: “Si las feministas, furiosas contra un surrealismo que exalta el amor, hubiesen sido menos estúpidas, se habrían dado cuenta de que más que en ninguna otra parte en el surrealismo un cierto número de mujeres se han expresado, porque encontraron allí un clima de libertad tal, que pudieron aventurarse ahí donde nunca lo hubieran podido hacer de otra manera”. Nombres como los de Remedios Varo, Toyen, Leonora Carrington, Valentine Hugo, Leonor Fini, Dorotea Tanning, Valentine Penrose o Bridget Bate Tichenor, entre otras muchas, avalan sus afirmaciones.
Por supuesto, el neofeminismo no fue la única bestia negra de Le Brun. De hecho, forma parte de un mismo “exceso de realidad” que para ella conformaba y conforma, nunca mejor dicho, el espacio de conformidad, uniformidad y mediocridad rampante de finales del siglo XX y comienzos del XXI, caracterizado por la salvaje mercantilización capitalista de todas las ideas, estéticas, políticas, intelectuales, filosóficas o religiosas de cualquier signo e ideología tanto como de sus contrarios.
A través de libros indispensables como Lo que no tiene precio (Cabaret Voltaire), No se encadena a los volcanes (Argonauta) o Del exceso de realidad (Fondo de Cultura Económica), la misma voz que intenta recuperar y resucitar la memoria de Alfred Jarry, Raymond Roussel, Aimé Césaire, Hans Bellmer, Novalis o Victor Hugo, admiradora de Virginia Woolf y Flora Tristán, arremete contra comisarios de exposiciones, políticos conservadores y falsamente progresistas, contra la digitalización de la cultura, las bibliotecas sin libros, la banalización de la poesía y el arte a través de la farsa populista de esas ridículas campañas, que también hemos vivido y vivimos en nuestro país, consistentes en llevar la “poesía al metro” o en grandes frases grabadas sobre las aceras (¿para ser pisoteadas?), que igualan a Baudelaire con Neruda y hasta con cualquier poetastro advenedizo consentido por becas y premios literarios.
Poco antes de fallecer, Le Brun trabajaba en un nuevo ensayo sobre la Inteligencia Artificial. Su muerte, aunque no prematura, nos ha privado de una singular y sin duda ácida visión de lo que es un nuevo clavo en el ataúd de la cultura crítica, siempre transgresora e inquisitiva, de la generación a la que perteneció la autora. Por mucho que sus visionarias admoniciones pesimistas y más que fundadas críticas no hayan servido para frenar el avance de una desertización cultural, ideológica y estética imparable, siempre fueron y seguirán siendo necesarias para la supervivencia de quienes se oponen y se opondrán, aunque sea también siempre en minoría, a cualquier forma de censura, totalitarismo, uniformidad y opresión, aunque se disfracen de sus contrarios.
Ahí es donde se inscribe la inteligente, feroz, constante y atrevida disección del neofeminismo y sus falsas mesías, con Simone de Beauvoir a la cabeza, que acometió a lo largo de toda su carrera Annie Le Brun: “He aquí, el monumento de un feminismo de Estado con el que los peores enemigos de las mujeres no se habían atrevido a soñar. He aquí sólo damas de bien y advenedizas, ministras, esposas de ministros, escritoras y toda suerte de concejalas que pretenden dibujarnos un cuadro sin pretensiones de la condición femenina bajo la atenta mirada de la Gran Mamamouchi Beauvoir —para el significado de Mamamouchi, léase El burgués gentilhombre de Moliere— (…) Así pues, me parece que, treinta y cinco años después del acontecimiento fundador de este neofeminismo —la publicación de El segundo sexo de Simone de Beauvoir, en 1949—, las mujeres no tienen nada de qué enorgullecerse en este presente ideológico que no es más que una farsa teórica y cosida con hilos teñidos de sangre, que el poder quisiera obligarlas a aceptar” ¡Ah, esas señoras francesas de antaño!