Ha sido definida como la primera celebridad que jamás existió en el mundo de la realeza, como la primera mujer ridiculizada en los medios de comunicación por su aspecto físico, y como un icono feminista del siglo XIX que tardó demasiado tiempo en ser reconocido como tal; y que sea todas esas cosas es, inevitablemente, algo discutible.
Lo que no admite duda es que la emperatriz Isabel de Austria, más conocida como Sisi –o Sissi–, es un fenómeno pop inagotable: a lo largo de los años, ha sido asunto de innumerables libros, óperas, obras de teatro y, por supuesto, películas y series de televisión. Ava Gardner le dio vida en Mayerling (1968), y la modelo Cara Delevingne se metió en su piel en 2014 para un cortometraje promocional de Chanel. Tan solo en los últimos tres años se le han dedicado dos ficciones cinematográficas y dos televisivas, la mayoría de ellas diseñadas para poner en cuestión la idea que la cultura popular se había hecho oficialmente de ella a causa de la célebre trilogía de telefilmes que la actriz germano-austriaca Romy Schneider protagonizó en la década de los 50. Sissi (1955), Sissi emperatriz (1956) y El destino de Sissi (1957), en concreto, la retrataron como una versión de carne y hueso de una princesa Disney, siempre ataviada con vestidos de colores pastel y universalmente adorada; es una imagen, por cierto, que la propia Schneider ya trató de echar por tierra a las órdenes de Luchino Visconti en ‘Ludwig’ (1973), encarnando a una Sisi profundamente atormentada.
Desde que se casó a los 16 años con Francisco José I de Austria hasta que fue asesinada a los 60 por un anarquista italiano, Isabel siempre se resistió a las restricciones impuestas por la vida en la corte de los Habsburgo. De hecho, se retiró de la vida pública poco después de incorporarse a ella, y pasó la mayor parte de su tiempo viajando por el mundo e incógnito para esquivarla. Se dice que en sus años de madurez, cuando la obligaban a asistir a cenas oficiales en Viena, solía permanecer sentada como una estatua, sin abrir la boca para comer o hablar durante toda la velada.
Depresiva y aventurera
Solo algunos de los siguientes datos sobre ella están probados: tenía un tatuaje en el hombro; bebía vino con el desayuno y hacía ejercicio dos o tres veces al día usando las espalderas y las anillas que tenía en sus habitaciones; escribía poesía, montaba a caballo y cazaba, leía a Shakespeare, estudiaba griego clásico y moderno y, para cuidarse la piel, tomaba baños calientes en aceite de oliva y vestía máscaras de cuero rellenas de ternera cruda; luchó contra la depresión durante toda la adultez, y perdió la batalla en 1889 tras el suicidio de su hijo, el príncipe heredero Rodolfo. Todas esas particularidades biográficas, combinadas con su negativa a que se le tomaran fotos desde que cumplió los 30 años –la última vez que posó para un cuadro tenía 42–, envolvieron su figura de un halo de misterio que, por supuesto, en buena medida explica por qué, tantos años después, seguimos fascinados por ella.
Para hablar de Sisi y yo, el largometraje que ahora se estrena en nuestro país a través de Filmin, conviene hacerlo primero de La emperatriz rebelde (2022), al que la unen varias similitudes sin duda no buscadas. Dirigida por Marie Kreutzer, aquella película se situaba alrededor del 40 cumpleaños de Isabel, en 1877, para contemplar su creciente desconexión tanto de su marido como de las responsabilidades palaciegas. Impecablemente encarnada por Vicky Krieps, aparecía masturbándose en el baño, levantando el dedo medio a los cortesanos, consumiendo heroína para calmar sus nervios y llamando “gilipollas” a su esposo.
Permanecía durante buena parte de la película obsesionada por su estricta dieta –rodajas de naranja y caldo de carne– y oprimida por su pequeño corsé, insistiéndoles a sus doncellas en que se lo ajustaran cada vez más. Sí, era una mujer extremadamente condicionada por las expectativas que el resto del mundo tiene puestas en su imagen, pero Kreutzer convertía esa actitud en algo casi desafiante; como sí, al dedicarse de forma tan celosa al mantenimiento de su belleza, la emperatriz estuviera tratando de dominar las restricciones sociales a las que se había visto obligada a plegarse.
Por lo que respecta a la nueva película, dirigida por Frauke Finsterwalder, se distingue por prestar buena parte de su atención a la condesa Irma Sztáray, la última dama de honor que tuvo la emperatriz. Atraída por la promesa de una amistad, Irma somete su propia voluntad a la de su empleadora en prácticamente todo, conteniendo su abundante apetito para acomodarse a las restricciones alimentarias que Sisi se impone y adoptando y mimetizándose con ella a nivel estético. Entretanto, ‘Sisi y yo’ retrata a Isabel como una figura de magnetismo casi sobrenatural que llegado el momento se siente ahogada por la pasión y los celos que inspira en los demás, pero lo que sobre todo la distingue de ‘La emperatriz rebelde’ es que es una película absolutamente ‘queer’. Dicho esto, decimos, las comparaciones entre ambos ‘biopics’ son inevitables por varios motivos.
Para explorar los últimos años de vida de Isabel, de entrada, las dos películas echan mano de anacronismos tanto en la banda sonora como en el vestuario, las dos se fijan tanto en su devoción por el ejercicio y los tratamientos de belleza como en sus trastornos dietéticos y ambas establecen paralelismos claros entre Sisi y Diana de Gales, dos mujeres atrapadas en relaciones matrimoniales infelices, en un entorno palaciego que les es hostil, en un cuerpo que debe mantenerse perfecto y en los caprichos de un imaginario colectivo siempre dispuesto a manipular su imagen. Y, estableciendo esa conexión, lo que tanto ‘La emperatriz rebelde’ en su día como ‘Sisi y yo’ parecen decir es que, aunque Isabel de Austria de ningún modo fuera alguien común, hablar de ella es hacerlo de todas las mujeres, del daño y el trauma que el patriarcado y la mirada masculina les han causado a lo largo de los siglos, y de la represión, el edadismo y la falta de autonomía a los que son sometidas ahora como entonces.